Beauchamp detuvo a Morcef a la puerta de la casa del banquero.
—Escuchad —le dijo—, hace poco que habéis oído en casa de Danglars que al conde de Montecristo debéis pedirle una explicación.
—Sí; ahora mismo vamos a su casa.
—Un momento, Morcef; antes de presentarnos en ella, reflexionad.
—¿Qué queréis que reflexione?
—La gravedad del paso que vas a dar.
—¿Es más que haber venido a ver a Danglars?
—Sí. Danglars es un hombre de dinero, y éstos saben demasiado bien el capital que arriesgan batiéndose; el otro, por el contrario, es un noble, al menos en la apariencia, ¿y no teméis encontrar bajo el noble al hombre intrépido y valeroso?
—Lo único que temo encontrar es un hombre que no quiera batirse.
—¡Oh!, podéis estar tranquilo, éste se batirá; lo único que temo es que lo haga demasiado bien, tened cuidado.
—Amigo —dijo Morcef sonriéndose—, es cuanto puedo apetecer, nada puede sucederme que sea para mí más dichoso que morir por mi padre: esto nos salvará a todos.
—Vuestra madre se moriría.
—¡Pobre madre! —dijo Alberto, pasando la mano por sus ojos—, bien lo sé; pero es preferible que muera de esto que de vergüenza.
—¿Estáis bien decidido, Alberto?
—Vamos.
—Creo, sin embargo, que no le encontraremos.
—Debía salir para París, en pocas horas ya habrá llegado.
Subieron al carruaje, que les condujo a la entrada de los Campos Elíseos, número 30. Beauchamp quería bajar solo; pero Alberto le hizo observar que, saliendo este asunto de las reglas ordinarias, le era permitido separarse de las reglas de etiqueta del duelo. Era tan sagrada la causa que hacía obrar al joven, que Beauchamp no sabía oponerse a sus deseos; cedió, y se contentó con seguirle.
De un salto plantóse Alberto del cuarto del portero a la escalera; abrióle Bautista. El conde acababa de llegar, estaba en el baño, y había dicho que no recibiese a nadie.
—¿Y después del baño? —preguntó Morcef.
—El señor conde comerá.
—¿Y después de comer?
—Dormirá por espacio de una hora.
—¿Y a continuación?
—Irá a la ópera.
—¿Estáis seguro?
—Sí, señor; ha mandado que el carruaje esté listo a las ocho en punto.
—Muy bien —dijo Alberto—, es cuanto deseaba saber.
Y volviéndose en seguida a Beauchamp:
—Si tenéis algo que hacer, querido mío, despachad vuestras diligencias en seguida; si tenéis alguna cita para esta noche, aplazadla hasta mañana. Cuento con que me acompañaréis esta noche a la ópera, y que si podéis haréis que venga con vos Chateau-Renaud.
Beauchamp aprovechó el permiso, y se despidió de Alberto, ofreciéndole que iría a buscarle a las ocho menos cuarto.
Alberto volvió a su casa, y avisó a Franz y a Debray que deseaba verles por la noche en la ópera. Fue en seguida a ver a su madre, que desde el acontecimiento del día anterior no salía de su cuarto ni permitía entrar a nadie:, hallóla en cama, abismada por el dolor de aquella pública humillación. La vista de Alberto produjo en Mercedes el efecto que debía esperarse; apretó la mano de su hijo, y prorrumpió en copioso llanto. Las lágrimas la aliviaron.
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El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)
ClassicsLlega para ustedes el ejemplo de la venganza misma. Edmundo Dantés es un joven marinero que fue encarcelado por un delito que no cometió, Pasó 14 años de su vida metido en un calabozo deseando la venganza. Un catalán que deseaba su mujer, un joven a...