Capítulo 5: El gabinete del procurador del rey

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Dejemos al banquero que se dirija apresuradamente a su casa, y sigamos a la señora Danglars en su paseo matutino.

Ya hemos dicho que a las doce y media la señora Danglars pidió sus caballos y salió en su carruaje. Dirigióse al barrio de Saint-Germain, tomó por la calle Mazarino e hizo parar junto al Puente Nuevo. Bajó y atravesó el puente: Iba vestida con suma sencillez, como conviene a una mujer de gusto que sale por la mañana.

En la calle de Guenegand subió a un coche de alquiler, diciendo al cochero que parase en la calle de Harlay. No bien estuvo dentro, sacó de su bolsillo un velo muy espeso que colocó sobre su sombrero de paja; se lo puso después, y vio con placer, al mirarse en un espejito de bolsillo, que no se distinguían en absoluto sus facciones.

El coche entró por la plaza Dampline en el patio de Harlay; fue pagado el cochero al abrir la portezuela, y la señora Danglars, lanzándose hacia la escalera, que subió ligeramente, llegó sin tardanza a la sala de los Pasos Perdidos.

Debido a que por la mañana hay siempre muchos asuntos y ocupaciones en el palacio, los empleados y porteros apenas repararon en aquella mujer; la señora Danglars atravesó la sala de los Pasos Perdidos sin ser observada más que de otras diez o doce mujeres que esperaban a su abogado.

Apenas llegó a la antesala del gabinete del señor de Villefort no tuvo necesidad la señora Danglars de decir su nombre; tan pronto como la vieron, se presentó un ujier, se levantó, dirigióse a ella, le preguntó si era la persona que esperaba el señor procurador del rey, y ante su respuesta afirmativa, la condujo por un pasadizo reservado al gabinete del señor de Villefort.

El magistrado escribía sentado en un sillón, vuelto de espaldas a la puerta; oyó abrir la puerta, oyó también al ujier pronunciar estas palabras:  «¡Entrad, señora! », y oyó volverse a cerrar la puerta, sin hacer un solo movimiento; pero tan pronto como sintió perderse los pasos del ujier que se alejaba, se volvió vivamente, corrió los cerrojos y las cortinillas, a inspeccionó cada rincón del gabinete. Cuando se hubo cerciorado de que no podía ser visto ni oído, quedó al parecer tranquilo, y dijo:

—Gracias, señora, gracias, por vuestra puntualidad.

Y le ofreció un sillón, que la señora Danglars aceptó, porque se sentía tan turbada que temía caerse.

—Mucho tiempo hace, señora, que no tengo la dicha de hablar a solas con vos, y con gran sentimiento mío nos volvemos a encontrar para tratar de un asunto muy penoso.

—No obstante, caballero, bien veis que he acudido al punto a la cita, a pesar de que seguramente esta conversación es más penosa para mí que para vos.

Villefort se sonrió amargamente.

—Verdad es, señora —dijo respondiendo más bien a su propio pensamiento que a las palabras de su interlocutora—; ¡verdad es que todas nuestras acciones dejan huellas, las unas sombrías, las otras luminosas, en nuestro pasado! ¡Verdad es también que nuestros pasos en esta vida se asemejan a la marcha del reptil sobre la arena y dejan un surco! ¡Ay!, para muchos este surco es el de sus lágrimas.

—Caballero, vos comprendéis mi emoción, ¿no es verdad? —dijo la señora Danglars—, ¡pues bien!, este despacho por donde han pasado tantos culpables temblorosos y avergonzados, ese sillón donde yo me siento a mi vez temblorosa y turbada... ¡Oh!, necesito de toda mi razón para no ver en mí una mujer muy culpable y en vos un juez amenazador.

Villefort dejó caer la cabeza sobre el sillón y exhaló un suspiro.

—Y yo —repuso—, yo digo que mi lugar no es el sillón del juez..., sino el del acusado.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora