Capítulo 10: Los bandoleros romanos

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Al día siguiente Franz se despertó antes que su compañero, y así que estuvo vestido, tiró del cordón de la campanilla. Aún vibraba el sonido de ésta, cuando maese Pastrini entró en el aposento.

-¡Y bien! -dijo el fondista con aire de triunfo, sin esperar a que Franz le interrogase-, bien lo sospechaba ayer cuando no quería prometeros nada. Habéis acudido demasiado tarde ya, y no hay en Roma un solo carruaje desalquilado, para los tres últimos días, se entiende.

-Justamente -exclamó Franz-, para los días que más falta nos hace.

-¿Qué hay? -preguntó Alberto entrando-. ¿No tenemos carruaje?

-Así es, querido amigo -respondió Franz-, lo habéis adivinado.

-¡Vaya una ciudad! ¡Buena está la tal Roma!

-Es decir -replicó maese Pastrini, que quería mantener dignamente con los extranjeros el pabellón de la capital del mundo cristiano-, es decir, que no hay carruaje desde el domingo por la mañana, hasta el martes por la noche, pero hasta entonces encontraréis cincuenta si queréis.

Alberto dijo: -¡Ah!, eso ya es algo. Hoy es jueves, ¿quién sabe de aquí al domingo lo que puede suceder?

-Que llegarán diez o doce mil viajeros -respondió Franz-, los cuales harán mayor aún la dificultad.

-Amigo mío -dijo Morcef-, aprovechemos el presente y olvidémonos por ahora del futuro.

-Pero a lo menos -preguntó Franz-, ¿tendremos una ventana?

-¿Dónde?

-En la calle del Corso.

-¡Oh! ¡Una ventana! -exclamó maese Pastrini-, completamente imposible. Una solamente quedaba en el quinto piso del palacio Doria, y ha sido alquilada a un príncipe ruso por veinte cequíes al día.

Los dos jóvenes se miraron atónitos.

-Pues mira, querido -dijo Franz a Alberto--, lo mejor que podemos hacer es irnos a pasar el carnaval en Venecia; al menos allí, si no encontramos carruaje, encontraremos góndolas.

-No, no -exclamó Alberto-. Estoy decidido a ver el carnaval en Roma, y lo veré aunque sea en zancos.

-¡Caramba! -exclamó Franz-. Es una gran idea, sobre todo para apagar los moccoletti; nos disfrazaremos de polichinelas, de vampiros o de habitantes de las Landas, y tendremos un éxito magnífico.

-¿Desean aún sus excelencias tener un carruaje para el domingo?

-¡Pues qué! ¿Creéis que vamos a recorrer las calles de Roma a pie, como si fuéramos pasantes de escribano?

-¡Bien!, voy a apresurarme a ejecutar las órdenes de sus excelencias -dijo maese Pastrini-, pero les prevengo que el carruaje les costará seis piastras al día.

-Y yo, querido maese Pastrini -dijo Franz-, yo que no soy vuestro vecino el millonario, os advierto que como es la cuarta vez que vengo a Roma, conozco el precio de los carruajes, tanto los domingos y días de fiesta como los que no lo son, os daremos doce piastras por hoy, mañana y pasado, y aún sacaréis muy buen producto.

-Con todo, excelencia... -dijo maese Pastrini procurando rebelarse.

-Andad, andad, mi querido huésped -dijo Franz-, o voy yo mismo a ajustar el carruaje con vuestro affettatore, que es también el mío. Es un antiguo amigo que durante su vida me ha robado bastante dinero, y que con la esperanza de robarme más, pasará por un precio menor que el que os ofrezco; de este modo perderéis la diferencia y será vuestra la culpa.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora