Lluvia y cristales.

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De pronto empecé a escuchar ruidos extraños por todos lados. Parecía que la casa se derrumbaría en cualquier momento conmigo dentro. Así que fui corriendo hacia arriba y me vestí, me vestí porque sabía que esos ruidos sólo los escuchaba yo. Pero cuando se hicieron lo suficientes intensos como para helarme los huesos salí corriendo hacia la calle y crucé toda la calle paralela a la avenida principal.

Sólo había un destino al cual mi cabeza y mi corazón me invitaban a llegar: la casita de madera.

Necesitaba ver a esa anciana. Por el rabillo del ojo vi a una sombra cruzar rápidamente la calle, para ponerse poco después detrás mía.
Sabía que si llegaba a la casa estaría muy pronto a salvo.

La vi a una calle de distancia y, aunque mi corazón latía desbocado, corrí aún más rápido.

Cuando la tuve en frente entré a toda prisa sin necesidad de llamar. Me giré, mirando las entradas y salidas que tenía la casita, y, al saber que la sombra sólo podía entrar por la puerta, me puse de cara a ella. Al menos esa cosa no conseguiría atraparme de espaldas.

Choqué contra algo que emitió un ruido a viejo. Apoyé mi mano sobre ello y me resbaló cuando hizo contacto.
Me miré la mano, al principio me asusté, pensando que la mancha oscura que reposaba en mí mano era sangre, después el aire que entró por un trozo de pared que había desaparecido y que yo recordaba entero, se llevó gran parte de la oscuridad de mí mano. Pude ver entonces que era una mancha negra y que estaba quemado aquello en lo que había apoyado la mano.
Me di la vuelta y el espectáculo era totalmente distinto a como lo recordaba. Me quedé tan estufacta que abrí la puerta y salí a asegurarme de que aquella era la casita de madera. Y lo era.

Volví a entrar.

Ante mí había un paisaje desolador. La mitad de la casa estaba derrumbada porque se había quemado, y había pasado hace mucho tiempo. Mucho.

Pero no lo entendía, yo había estado allí no hace tanto.

El frío se colaba por el gran ventanal del comedor, roto. Me dirigí al patio y allí estaba la gran estatua hecha añicos, aunque el fuego no había logrado alcanzarla. La mecedora donde solía sentarse la anciana no era nada más que polvo. El pecho se me encogió.
Entonces me fijé en una puerta que permanecía intacta, como si el fuego nunca hubiera querido tocarla. Esa puerta que daba al piso superior y que siempre había permanecido cerrada.

De fondo escuché las sirenas de coches de policías.

Mi mano se fue al picaporte ahora tan conocido y abrí la puerta con una facilidad extraordinaria. Cuando subí todo estaba quemado, aunque menos. La puerta deberían haberla puesto después, aunque no tenía mucho sentido.

En el techo de las escaleras que daba a la habitación estaban dibujadas unas estrellas que confundí con la noche que se alzaba fuera.

La puerta de una habitación me llamo la atención porque era mi nombre el que estaba allí grabado. Toque con delicadeza aquellas tres letras bañadas en oro con miedo a romperlas.

Poe.

Pero allí lo único roto era mi alma. Cuando traspasé la puerta de la habitación una sensación de estar en casa me inundó, tanto, que me quedé por unos instantes sin respiración.

Unas lágrimas que hasta ahora no había notado se deslizaron por mis mejillas. Aunque estaba a oscuras podía distinguir los suaves colores pasteles que había en aquella habitación. Los distinguía porque me los sabía de memoria, cada rincón, como si hubiera estado estudiándolo toda mi vida.

Rosa palo y salmón decoraban la habitación quemada y un gran velo deshecho reposaba sobre una gran cama de madera, el escritorio, la mesita y las estanterías iban a juego, en la madera oscura talladas unas fenefas preciosas, dignas de admirar. Envidiada por cualquiera que la viera. Los libros eran las primeras cosas que destacan, aún después de estar quemados. Libros para una niña pequeña.

Mi amigo imaginario.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora