Comienza el plan

324 18 2
                                    

          Habían pasado dos días desde que el comisario cerró el trato con Byron Hunks. Estaba todo preparado, el comisario había pasado de nuevo por casa del doctor y había recopilado todos sus datos personales, además de todo el papeleo que pudo encontrar que asegurara la existencia de la mansión. No podían quedar evidencias de que la hija del doctor pudiera estar oculta en ella, por lo que destruyó todo lo que encontró al respecto, tanto documentos físicos como digitales. Después se encargó de enviarle imágenes del rostro del doctor a la dirección de correo electrónico que le había cedido Linares cuando volvieron a contactar horas después, por lo que Hunks no tendría problemas para caracterizarse como él y darle vida al doctor el tiempo necesario para poder vaciar su cuenta.

          Para asegurar que el banco no tuviera inconveniente en entregar tal cantidad de dinero en efectivo, inventaron la excusa de un viaje al extranjero y el comisario contactó con el director del banco haciéndose pasar por el doctor, cediendo por tanto los datos personales reales de éste para identificarse, y avisar de la retirada del cien por cien del contenido de su cuenta al día siguiente. Aunque trataron de convencerle de que había opciones más seguras que llevar seis mil de los grandes encima, no tuvieron más remedio que ceder ante la insistencia de su "cliente".

          Aquel era el día. El comisario no había pegado ojo en toda la noche, incluso silenció el despertador antes de que sonara a las cinco de la madrugada. Se vería con Hunks y Linares tan pronto como el furgón blindado que transportaba su dinero llegara al banco. Entonces Hunks daría el golpe de gracia en cuanto la sucursal abriera sus puertas y los tres se reunirían con el botín, lo repartirían según lo acordado, aquel par de miserables se largarían delante de sus narices con una buena parte del dinero y el comisario habría terminado de mancillar su buen nombre, su orgullo y su lealtad hacia la justicia con tal de ayudar a la hija del doctor, de cumplir con el plan que había establecido con su amigo.

          El comisario dejó escapar un largo suspiro cargado de significado cuando estuvo al volante de su coche. Aún no se creía lo que había hecho, lo que estaba a punto de hacer. Deseaba con todas sus ganas que aquello terminara pronto y de la mejor forma posible. Pero sabía que hasta en el mejor de los casos, jamás se quitaría de encima la palabra que con tanta gracia había pronunciado Hunks, la que tanto había odiado y que entonces tan bien le definía: Corrupto, un auténtico hombre de placa corrupto.

          Gruñó frustrado mientras aceleraba por la amplia avenida vacía que apenas iluminaba el amanecer. Sus manos tensas se convirtieron en puños en torno al volante, no podía evitar pensar en la hija del doctor. Habían pasado ya tres días desde que la había dejado sola en aquella carretera, con el bosque acechando a sus espaldas y los ojos suplicantes cargados de miedo. La imagen le encogió el alma, tenía que compensarla... y la única forma de hacerlo era otorgándole lo que era suyo por derecho y no podía conseguir, ayudarla a seguir adelante con la más que necesaria fortuna del doctor.

          Pasó por delante de la sucursal y comprobó que aún estaba cerrada. Bien. El siguiente paso era encontrarse con Linares en una de las cafeterías más cercanas al lugar del golpe, pero a la vez discreta, pues se encontraba escondida en un callejón, tras uno de los edificios que había frente a la sucursal. Tomó la precaución de aparcar su coche tres calles antes de llegar a su destino, no podía dejar que nadie le reconociera mi a él ni a su matrícula, y muchísimo menos si se iba a encontrar cara a cara con ese par de delincuentes despreciables.

          Miró su reloj de pulsera para descubrir que había llegado demasiado pronto, aún faltaban tres cuartos de hora para que Linares se dignara a aparecer, ni siquiera los comerciantes de la zona habían abierto sus negocios. Sacó de debajo de su brazo un periódico de la semana anterior que había encontrado por casa y se sentó en uno de los bancos de la acerca de en frente de la cafetería, desde donde podría esperar a Linares de forma "disimulada". Mientras fingía interesarse por las columnas de aquellos artículos pasados, una terrible sensación de vergüenza comenzó a recorrerle el cuerpo por dentro. Se sentía ridículo enfundado en aquel viejo chándal que había conseguido rescatar del fondo de su armario y que ahora le hacía las veces de disfraz de viandante cualquiera. Si su esposa hubiera sabido de su existencia, seguramente se habría deshecho de él hacía tiempo, pues sus colores chillones lo hacían espantoso. Y por si fuera poco, la chaqueta del chándal le estaba ridículamente estrecha y le marcaba en exceso el abultado y grueso contorno que había ido mimando durante la pasada década. ¿Quién le habría dicho que volvería a vestirse con semejante horterada?

Mientras llueva©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora