La más alejada posible

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          ¿Que por qué la trasladaban? Lidia no tenía ni idea. Tan solo habían pasado dos días desde que dieron el aviso de una posible ocupación en una de las propiedades del médico. Ella le había reconocido, por supuesto, y seguía con la mosca detrás de la oreja con respecto al caso de su esposa, pero no imaginó que él pudiera estar detrás de su traslado. Le dieron una seca, rápida y confusa explicación antes de echarla del despacho de su superior. La trasladaban a la comisaría de un pueblo situado a más de doscientos cincuenta kilómetros del apartamento donde vivía sola desde su divorcio. Por suerte o por desgracia, no había tenido hijos con su exmarido, así que únicamente dependía de su lugar de trabajo para residir en una zona u otra. Por supuesto, tendría que mudarse, lo que era una tremenda putada, pues toda su vida había estado en la misma cuidad y todos sus contactos y amistades quedarían demasiado lejos de ella. Sin embargo, no le quedaba otra que obedecer.

          No tardó mucho en conocer a sus nuevos compañeros de profesión. La gente del pueblo era simpática, todos saludaban a "la nueva" al verla por la calle, al parecer hacía mucho que nadie se mudaba a ese lugar, escondido entre montañas, y Lidia era la nueva atracción de todos los residentes. Por lo general, sus nuevos compañeros también eran simpáticos. Estaban Lorena, la más joven del equipo y con quien más rápido formó amistad, Ernesto, el hombre de cuarenta años, más o menos como ella, que le miraba con disimulo los andares cada vez que se cruzaban en los pasillos de la pequeña comisaría, y Sebas, el que supervisaba cada movimiento del equipo y rara vez sonreía, pues se tomaba muy en serio su trabajo a pesar de que en ese pueblo casi nunca pasaba nada que requiriera la intervención de la policía.

          Consiguió regatear el alquiler de una vieja casa cercana a la plaza del pueblo a su propietaria, una mujer mayor con apariencia de no enterarse de misa la mitad, pero que en realidad oía más de lo que nadie pensaba. Al terminar de colocar en su sitio todo lo que pudo meter en una de sus maletas, la agente se dejó caer sobre un sofá con pinta de haber presenciado el paso de más de tres generaciones, que crujió bajo su peso. Aún le quedaban dos maletas más y varias bolsas llenas de ropa que seguían en el maletero del coche.

          Tan solo se escuchaba el canto de algún pájaro y el repiqueteo del agua de la fuente de la plaza. Era uno de esos sitios al que le gustaba ir de vacaciones para desconectar del mundo, pero jamás se le habría ocurrido mudarse a uno. Allí sentada, con la mirada perdida en uno de los feos y antiguos bodegones de la pared, comenzó a sentir como aquel lugar le robaba la poca vitalidad que había conseguido llevarse consigo de la ciudad.

Mientras llueva©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora