Capítulo 3

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   Nagan Smarrin se detuvo frente a las enormes puertas de ébano de la Cámara del Consejo. Desde su frente se deslizaban perlas de sudor. Se debatía entre unirse a ellos, como era su deber, o dar media vuelta y alejarse de allí. Aquellas sesiones le aburrían sobremanera y para colmo no podía librarse de ellas en ausencia del Rey Sin Cadenas, pues si por un milagro divino resultaba ser importante, tendría que informar a su Majestad cuando regresara. Según sus cálculos, tardaría aún tres días más en regresar, teniendo en cuenta que no se detuviera en ningún lugar. Lo dudaba, debía de atravesar Linde Bostal, que era casi su hogar. Se detendría allí y Nagan lo sabía.

Respiró hondo, sacó fuerza de algún lugar de su interior y abrió las pesadas puertas. Ante él se desplegó una gigantesca sala esférica. El techo era una enorme cúpula azul con arcos de piedra blanca, como contraste con el negro del resto del Bastión de los Susurros. Las paredes tenían centenares de runas grabadas cuyo significado aún no había sido descifrado, pues sus autores no habían dejado ningún tipo de medio para desencriptarlos. Los muros de la sala eran blancos como la nieve y estaban decorados con cuadros de los antiguos reyes, que quedaban horrendos allí colgados. Los retratos eran rectangulares o cuadrados, mientras que la sala era esférica, lo que hacía que quedase un espacio absurdo ente marco y pared. Nagan había instado más de mil veces al rey para que hiciese algo al respecto, pero su respuesta siempre había sido la misma: «O colgados o a la hoguera». Ninguna de esas opciones le agradaba, pero ya puestos a elegir, prefería que siguieran colgados. Por esa razón, decidió no comentarle sobre colgar un retrato suyo. Era ese tipo de cosas que sólo la nobleza comprendía. La humilde procedencia del rey y su sangriento ascenso al trono hacían que las clases adineradas desconfiasen de él e incluso planeasen su asesinato. Siempre sin éxito.

Nagan clavó su triste ojo en la descomunal mesa de reuniones que se extendía ante él. Era negra, como casi todos los muebles de madera que allí había. Aquella enorme superficie rectangular tenía seis asientos del mismo material. El de Nagan quedaba en el lado menor más próximo a la entrada; el de su Majestad era el opuesto; los otros cuatro los ocupaban distintos embajadores.

Reeva Melenagris, embajadora de las selvas de Ladeshur, era una peltuna. Una mujer bestia de pelaje marrón claro con motas negras y profundos ojos azules como el Océano Índigo. En frente de ella se sentaba Estoras Dientenegro, embajador de las húmedas y frondosas tierras de Ladeshorte, también era un peltún. Su pelaje era negro como el alquitrán y sus ojos dorados como los rayos del sol. Medía al menos tres varas de altura, sus largos y afilados colmillos sobresalían de su hocico; de su cabeza brotaban unos enormes cuernos con forma de sierra.

A la izquierda de Estoras se sentaba Dosma Bissel, el embajador de Enys. Un hombre gordo y calvo. Tenía los ojos de un tono azul casi blanco y siempre olía fuerte a especias y perfume, cosa que los sensibles olfatos de los embajadores de Ladesh detestaban. En frente de este se sentaba Irvin Coppel, el embajador ustatiano. Era moreno de piel, con el pelo cano y el rostro colmado de arrugas. Era el embajador de más edad de la sala.

Nagan tomó asiento. El primero en hablar fue Irvin Coppel.

—El rey nos abandona, qué novedad —dijo con desdén—. Nuestra Majestad debería aprender modales y responsabilidad. ¿Pero qué se puede esperar de un muerto de hambre que llegó al trono a base derramamientos de sangre? —Ninguno de los presentes soportaba a aquel hombre, aunque Bissel parecía divertirse con sus faltas de respeto.

—Dudo que se atreva a repetirlo en presencia de su Majestad, Coppel —dijo Nagan—. Vos no sois más que un cobarde, muy valiente a espaldas del rey, pero frente a él no sois más que un lameculos.

—¡Qué osadía! ¡Estúpido viejo, como se atreve a faltarme así al respeto! –Irvin se puso de pie y golpeó la mesa lleno de ira.

—Relájense, relájense, no estamos aquí para discutir si Coopel es o no un cobarde, sino para tratar un tema quizá más importante. —Dosma era un hombre extraño, no era sencillo saber cuándo hablaba en serio y cuándo bromeaba. Siempre hablaba de forma lenta y sosegada, lo cual hacía desesperar a sus interlocutores.

La Vigilia del DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora