Capítulo 11

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   El sol despertaba de una noche de sueño, mecido entre las montañas de la Sierra Incierta; mientras que Asha, que ya llevaba horas levantada, había salido a cazar. Tras una corta infancia, se había convertido en una mujer dura y curtida que no tenía miedo a la muerte, sino que incluso se envalentonaba ante ella. En cambio, su media hermana era una auténtica doncella de alta alcurnia. Eran dos polos opuestos: los ojos verdes y dulces de Lucinda frente a los castaños y fieros de Asha; la piel pálida de la menor, aunque ya no tanto debido a los viajes, frente a la bronceada y ustatiana de la mayor; el cuerpo delicado propio de una princesa frente al curtido y fuerte de una guerrera.

No le gustaba tener que dejarla sola con Argenta, pero tampoco podía llevársela con ella a cazar. La última vez que lo hizo, Lucinda no paró de quejarse ni de dar voces, haciendo que las presas huyeran y ni Argenta ni su gemela, Obsidia, pudieron alcanzarlas.

Así que allí se encontraba, junto a Obsidia en los bosques que circundaban Sotath. Los árboles eran inmensos, la vegetación también elevada y las presas eran blancos perfectos para aquellas dos experimentadas cazadoras. Obsidia mostró sus colmillos al ver a un enorme jabalí negro revolcándose, que se habría formado tras las últimas lluvias. Tenía el tamaño de un caballo y estaba bien servido de carnes en su cuerpo orondo. Asha tensó el arco al ver la reacción de su compañera. A su señal, la feroz depredadora corrió sobre sus cuatro patas, a simple vista sólo se pudo ver una sombra negra que saltaba sobre la desprevenida presa. El dolor no impidió que el jabalí siguiera luchando. Consiguió lanzar a Obsidia y emprendió la carga, pero no llegó muy lejos, pues una flecha de Asha le atravesó el cráneo. Tardó, pero terminó por desplomarse.

Entre las dos consiguieron subir al animal a la resistente carreta de madera y metal que habían traído consigo para así transportar las presas hasta el «campamento»: dos tiendas de campaña un poco desgastadas por el trasiego propio del viaje.

Cuando llegaron, Lucinda aún dormía y Argenta estaba enroscada en sí misma junto a ella. Al verles aparecer, Argenta movió la cola mostrando su alegría y se acercó a ellas. Frotó su costado con el de su hermana de leche, plata contra negro, en señal de afecto. Asha le rascó la cabeza y después se acercó hasta su media hermana, para despertarla.

—Lucinda, despierta que ya ha amanecido –le dijo con suavidad mientras la movía con lentitud.

No respondió, así que dejó que fueran sus acompañantes quienes la despertasen. Era algo que su media hermana detestaba y por eso mismo se lo encargaba a ellas, sabía que lo disfrutarían. Le lamieron el rostro entre las dos hasta que abrió los ojos y vio como una enorme lengua se aproximaba a ella, tras sentir su húmedo lametón, le dio un golpe en el hocico. Argenta le enseñó los dientes y su lomo se erizo amenazante, pero se calmó cuando Obsidia le dio un entrañable mordisco en su oreja izquierda.

—¡No me las azuces! —gritó Lucinda a su medio hermana mientras se echaba sus cabellos castaños detrás de las orejas. Detestaba a las gemelas. En realidad no soportaba a casi ningún ser vivo que no fuese un lindo pajarito o un suave animal bien educado.

—No necesito «azuzarlas» —dijo con burla—. Te detestan lo suficiente como para hacerlo ellas solas —contestó riéndose.

Las gemelas comenzaron a babearla con sus grandes lenguas mientras le daban golpecitos con sus enormes hocicos. Lucinda no hacía más que empujarlas, pero todo esfuerzo era en vano.

—¡Diles que paren! —exigió.

—Ya eres mayorcita como para apañártelas tú misma. —Se detuvo en la salida de la tienda de campaña—. Levántate y ven al lago.

Cuando Asha abandonó la tienda, las gemelas la siguieron, no sin antes echarle un poco de tierra encima a Lucinda con las patas traseras. Sus quejas y maldiciones traspasaron la fina tela de la tienda.

La Vigilia del DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora