CAPÍTULO XXXI

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Veía personas totalmente vestidas de blanco pasar de un lado a otro, escuchaba llanto por cualquier rincón, una mujer a mi izquierda sollozaba en silencio y simplemente veía hacia el techo, como implorando una respuesta divina a su problema. Hace dos horas un médico vino a informarme que estaban intentando estabilizar a Adam y que me mantuviera tranquila. Cuando me acerqué a la ventana y vi las gotas resbalando por el cristal quise llorar, de impotencia, de dolor, pero no lo hice. Casi a las ocho de la noche caminé a recepción a pedir informes pero la enfermera solamente se encogió de hombros y mencionó que no sabía nada.

Bebí lo restante del expreso que compré cuando bajé a la cafetería del hospital y terminé la llamada con Logan. Mis hijos estaban bien, y tanto él y Marisun se estaban encargando de la situación, tenían todo controlado. Regresé a mi lugar en la silla solitaria a la esquina de la habitación y subí el zipper de mi suéter. Aún en contra de todas las vocecitas en mi cabeza que me rogaban porque no lo hiciera, tecleé el número de Harrick y presioné la tecla verde. Pegué el aparato a mi oído e inmediatamente saltó la contestadora.

"Este dispositivo se encuentra apagado"

Intenté dos veces más y no tuve éxito alguno. Me acomodé en la silla y al cerrar los ojos dejé caer una lágrima. Una solitaria pero significativa lágrima. Se suponía que no debía sentirme sola nunca más, sin embargo aquí estaba, sintiéndome peor que sola..., abandonada. Era difícil estar representando el papel de fuerte día tras día, cuando quizá lo único que en verdad quería hacer era derrumbarme y dejar que mis penas se evaporaran como por arte de magia. Ya no era la tímida Zoé de quince, ni la temerosa Zoé de veintidós, pero seguía siendo yo... y una parte de mí, seguía pidiendo a gritos una liberación.

—Señorita —sentí un toque en mi hombro— disculpe, señorita.

Apreté mis ojos y después los abrí de golpe. Me había quedado dormida. Era un médico.

— ¿Tiene información de Adam Bynes? —pregunté poniéndome de pie.

—Sí, y lamento decirle que no son buenas noticias —habló frío.

Caí de espaldas en la silla mientras sentía que todo me daba vueltas. El médico seguía hablando, explicando la situación pero yo no podía seguirle el ritmo. Sentía que mi cabeza punzaba con fuerza, sentía las lágrimas resbalando por mis pómulos; espesas lágrimas que no lograban ayudarme en nada. Era bien sabido que al llorar se aumentaba la producción de endorfina y esto a su vez se convertía en una especie de analgésico para nuestra dolencia, pero en estos precisos momentos, yo no estaba teniendo alivio alguno. El doctor informó que pronto podría ver a Adam y después me dejó sola.

A los pocos segundos sentí unos fuertes brazos envolviéndose a mí alrededor. Quise resistirme y huir pero se aferraron con tal fuerza que me fue imposible; terminé desistiendo y derrumbándome dentro de esa coraza de piel que olía tan bien. Una vez que sentí un poco de tranquilidad él aflojó su agarre y besó mi frente. No sabía cómo se había enterado que estaba aquí, ni siquiera sabía cómo debía reaccionar, pero lo único que tenía claro, era que no había mejor momento para que hubiera aparecido y me hubiera sostenido.

—Todo estará bien —susurró— saldrá de esta.

—Ya no lo tengo tan seguro.

—Vamos Zoé —besó todo mi rostro— debes ser fuerte para él, para los niños, para mí.

Me solté y caminé de nuevo hacia la ventana. Ser fuerte. Ser fuerte.

—Ya he sido fuerte bastante tiempo —argüí— yo también merezco que alguien sea fuerte para mí. ¿Qué pasa si ya no quiero seguir siendo fuerte? —le grité.

El reencuentro ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora