Capítulo 8

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Las campanas repicaban por las abarrotadas calles de Desembarco del Rey, anunciando la llegada del príncipe de Rocadragón. Ser Arthur Dayne, la espada del amanecer, se mantenía muy cerca de él, protegiendole con su vida como había jurado hacer el día que le pusieron aquella capa blanca sobre los hombros. Elia, montando a su lado en un lujoso carruaje, sostenía al recién nacido contra su débil cuerpo. Le hacía carantoñas con una sonrisa de infinito amor en el rostro, acurrucandole contra ella. Rhaenys, su hija mayor, iba sentada delante de su padre encima del semental negro de Rhaegar, regalo de bodas de Dorne. Rhaenys había insistido en que quería montar en caballo en vez dejar que sus súbditos la cargasen. De ninguna manera iba a dejar Rhaegar que la pequeña montara sola, por lo que la sentó delante de él y la rodeó con sus brazos durante todo el trayecto hasta la Fortaleza Roja. El cabello oscuro y denso de la niña se agitaba con el suave viento invernal, tan hermoso como el de su madre. Sus ojos negros escaneaban alrededor, absorbiendo todo lo que podía.

Rhaenys era, sin lugar a dudas, hija de Elia. Una niña de Dorne de pies a cabeza. Aegon, su pequeño hijo recién nacido, al contrario que su hermana, tenía los mismos genes Valyrios que habían caracterizado a los Targaryen durante generaciones.

Rhaegar estaba seguro de que esa vez su padre estaría contento con el niño, a diferencia de con Rhaenys, a quien repugnaba porque, según sus propias palabras, apestaba a sureño. Rhaella, quién había perdido muchos hijos de manera natural, siempre había sido amable con la niña, haciéndola jugar con el príncipe Viserys.

Cuando la comitiva atravesó las puertas de bronce de la Fortaleza Roja entraron al salón del Trono. Era una gigantesca sala de piedra, la más descomunal que había visto jamás. De los muros pendía los cráneo de dragones muertos, que el rey guardaba como recordatorio del poder de los Targaryen. Fuego y Sangre

En el gran Trono de Hierro estaba sentado un anciano vestido con opulencia, un anciano de ojos oscuros y largo cabello plateado. Su padre iba cada vez peor. Cada vez envejecía peor. A sus lados estaban la mano del rey, Lord Tywin Lannister de Roca Casterly, y la reina, Rhaella Targaryen, tan hermosa como siempre. El pequeño Viserys correteaba entre los pies de su madre, pero el rey Aerys creía tanto en el milagro del nacimiento de ese niño que le dejaba hacer lo que le placiese. Viserys era un niño malcriado, que crecía con las ideas de sus derechos sobre el trono y sobre lo especial que era por ser el dragón. 

El rey les hizo una seña a todos para que salieran. Rhaella se acercó a Elia con una sonrisa amable y la condujo afuera, cuidando de Viserys y Rhaenys. La guardia real se fue también. Simplemente se quedó Rhaegar, con el bebé berreante que era Aegon en brazos, mirando a su padre desde el centro de la sala.

- Su cabello es blanco - observó su padre.

- Y sus ojos son violetas. Elia no me ha permitido comprobarlo, pero estoy seguro de que es el dragón.

Aerys se inclinó hacia delante en el trono.

- ¿Tiene poder sobre el fuego?

- Como os he dicho, Elia no me deja prenderle fuego a su hijo recién nacido. Os ruego que comprendáis.

Aerys refunfuñó.

- Estúpidas mujeres - inspeccionó al niño con ojo crítico - Parece un Targaryen, no como esa niña dorniense que osáis presentar en mi presencia.

- Rhaneys es...

Su padre lo silenció con la mirada.

- Que sea rey de huesos calcinado y carne chamuscada - Areys pronunciaba su bendición sobre su hijo como no lo había hecho con su hija. El legado Targaryen. Fuego y sangre. Huesos calcinados y carne chamuscada - Que sea el rey de las cenizas.

Fuego Invernal © | Lyanna Stark & Rhaegar Targaryen |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora