8. El tipo de las dos bancas a lado.

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Gracias a Dios aquel fue un día de trabajo tranquilo. Benedict andaba supervisando los ensayos así que no andaba gritándole a todo mundo histéricamente, solo a los actores. Lupita y yo nos pusimos a platicar, aunque más bien ella era la que hablaba sin parar. Me contó sobre sus nuevos romances y sus amigas. A veces pensaba que me estaba narrando capítulos de Sex and the City.

Benedict nos dio el resto del día libre y yo me fui directo a mi apartamento. Me senté en una silla en la barra de la cocina y me puse a leer bien el guión.

La historia era bastante entretenida: trataba de un señor viejo y amargoso que muere y el único en recibir la noticia es su nieto el cual le tenía afecto al viejo por que le había pagado su universidad. Por esa misma razón el joven, que por cierto se llamaba Paul, decide hacerle un digno funeral. Sin embargo no logra que nadie vaya al funeral debido a que nadie quiere al viejo y mejor contrata a una plañidera. Paul se da cuenta de lo solo que terminó su abuelo y de los errores que cometió en la vida los cuales lo dejaron en semejante soledad, todo mientras intenta averiguar más sobre su misterioso abuelo. Resulta que la plañidera le cuenta sobre las otras personas a las cuales les ha prestado sus servicios de llanto y, al final ambos terminan enamorándose.

Puede que suene demasiado soso, pero la historia era verdaderamente buena, tanto que, en el transcurso de lo que quedaba de la semana lo leí al menos 7 veces. Incluso lo repasaba cuando comía en aquella banca de central para antes de patinar.

Aquellos días en el trabajo, no había tantas cosas por hacer, ya que Lupita y yo somos personas eficientes y terminábamos rápido lo que había que hacer. Le decía a Lupita que iba a ir al baño, pero en realidad iba a ver los ensayos (seguramente Lupita pensaba que tenía problemas intestinales).

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Por extrañas razones el domingo decidí levantarme a las 8:00 am. Me bañé y me puse mi ropa deportiva. Me fui a patinar a central park. Justo saliendo del subterráneo me puse mis patines y me deslicé por el asfalto de forma exquisita. Cuando empecé a fatigarme recordé que había metido en mi mochila una botella de agua y un libro que me había vendido un tipo en la calle por un dólar.

Fui a toda velocidad a la banca de siempre, pero al momento de orillarme no alcancé a frenar bien y me caí antes de llegar a la banca sobre aquella banqueta entre el camino y el pasto.

Sentí un intenso dolor, no se en donde, el dolor era demasiado intenso para acordarme. Cerré los ojos e intenté no gemir, solo que las lágrimas se deslizaran de forma sigilosa por mis mejillas.

–¿Estás bien? Esa ha sido una caída fuerte.– dijo una voz grave.

No respondí, el dolor y el llanto silencioso no me dejaban responder o pensar claramente siquiera. Las lágrimas hicieron mi vista borrosa y no sabía de quien era esa voz.

Me limpié las lágrimas e intenté superar el dolor. Entonces el hombre me ofreció su mano para ayudarme a levantarme, el hombre de las dos bancas a lado.

–Con cuidado.– dijo el hombre de pelo castaño y rizado, de ojos marrones y de aproximadamente cincuenta años, con un acento británico, mientras me ayudaba a levantarme.

Sentir su mano me dio seguridad y el dolor disminuyó drásticamente. Me sequé las lágrimas y le dije de forma tímida:

–Gracias.
–No hay de que señorita. ¿No se lastimó?
–N-n-no, no.
–¿Segura?, yo apenas venia llegando cuando la vi desde lejos cayendo. Se vio muy brusca su caída.
–No, estoy bien, creo que regresaré a casa, gracias... señor...
–No hay de qué, y tenga más cuidado.– me dijo sonriendo, haciendo resaltar sus hoyuelos debajo de sus pómulos.

Cuando empecé a tomar vuelo hacia la estación del subterráneo, noté su mirada en mi nunca hasta que yo hube desaparecido de su vista. En el tren sentí arrepentimiento de dejar dos bancas entre él y yo, de nunca antes haber entablado una conversación con él, de no saber su nombre, de jamás haberle dedicado una verdadera mirada, de apenas hasta hoy haber visto sus ojos y que cuando el me regaló una sonrisa decidir irme a mi casa.

Treinta y Cuatro AñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora