Capítulo 6 «Bandera blanca»

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Hubo otra discusión. Gabriel apareció con su sedán negro y Elena se quedó clavada en el suelo. Había planeado no subirse a su coche. Así que tenía que hacérselo saber.

—Cogeremos un taxi.

Él elevó las cejas, sorprendido.

—¿Un taxi? —Señaló hacia su vehículo—. ¡Tenemos ya medio de transporte!

—No me subiré a su coche.

—¡¿Qué?! —Tragó saliva, molesto—. ¿Cree que voy a hacerle algo malo? ¿De verdad cree que me jugaría el tipo ensuciando mi reputación? —Negó, enfadado—. ¡Es usted bastante rara!

—En taxi, en metro, en autobús... no me moveré de aquí si no acepta mis normas —insistió, esquiva.

Gabriel exhaló, cansado.

—¡De acuerdo! Como quiera.

Realizó una llamada a la central de taxis facilitándoles la dirección. Sería el modo más rápido de desplazarse sin tener que someterse a algún tipo de larga espera.




Tardaron un poco en decidirse. Elena le recordó que no podía permitirse el lujo de acudir a restaurantes caros. Solo podía aspirar a uno de aquellos de comida rápida que seguía siendo lo único que podría tener al alcance del poco dinero que guardaba, y que, al paso que iba, le duraría tan poco como un suspiro. Finalmente, este accedió a sus deseos. El conductor del taxi estuvo agradecido de que no le hicieran perder más tiempo.

Durante el recorrido la observó de reojo encontrándola tan tensa que parecía que fuera a estallar en cualquier instante, como cualquier sustancia inestable y peligrosa. No, estallar de rabia. Sino, probablemente, dar un grito y salir por pies. ¿Qué la haría tan miedosa?

Llegaron al centro de la ciudad. A uno de los centros comerciales más visitados en la ciudad. Y se decidieron por un Fosters Hollywood.

A Gabriel le pareció extraño tener que hacer cola para pedir, ya que se había acostumbrado a aquellos que lo servían en la mesa. No es que fuera asiduo aquellos restaurantes los caros cuando había demasiadas facturas que pagar. Pero sí, de los típicos de toda la vida que estuvieran mínimamente decentes y aceptables.

Y cuando se sentó en la mesa echó un ojo su menú. Abrió el panecillo y miró la hamburguesa que pidió con un pelín de rechazo.

—Está rica. No la mires con esa cara —lo tuteó, sin darse cuenta. Él le dedicó una mueca de desagrado y rectificó—. No le tenga miedo a la comida, señor Martín —bromeó, olvidando el miedo que le tenía desde el principio.

—Nos arriesgaremos —agregó él, yendo a darle un pequeño mordisco para catarlo. Elena lo observó atentamente, procurando no dejar salir aquella risa que le estaba dando al ver su cara. Y cuando terminó de masticar el menudo bocado, lo interrogó—; ¿verdad que está deliciosa?

—Demasiada grasa para mi gusto. Soy de los que cuidan mi cuerpo con una dieta justa y equilibrada —discurseó, como si hubiera salido de un programa estricto de nutrición y vida sana.

—De vez en cuando no es malo darse un capricho —discurseó ella, frunciendo los labios con gracia.

Gabriel no respondió.




No mediaron palabra mientras comieron. Se observaban. Observaban a su alrededor cuando comprendían la incomodidad que resultaba mirarse directamente a los ojos, y vuelta a empezar.

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