Capítulo 10 «Marcados por la tragedia»

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Respiró hondo antes de abrir la puerta.

—¿Quién es él? —la interrogó Clara, tan confusa, como perdida, señalando hacia quien estaría afuera, al otro lado de la puerta, aún.

—Gabriel. Mi nuevo jefe.

—¡No fastidies! ¡Entonces ábrele! O acabará por marcharse.

Elena se había quedado inmóvil. Como si hubiese sufrido algún tipo de cortocircuito. Así que fue Clara quien la abrió.

—¡Hola! ¡Buenas noches! —lo saludó, con cordialidad.

—Hola... Hola, Elena —Ahora se dirigió a ella—. Dudaba en si estaríais en casa, o me tendría que largar con la cena. —Mostró las cuatro pizzas familiares que llevaba consigo—. No quisiera que se enfriaran.

—¡Ah! ¡No! ¡No! ¡Pasa! —rogó clara, con una cantinela graciosa. Quitándoselas con rapidez.   Colocándolas sobre la mesa del pequeño salón.

Gabriel aún estaba afuera porque Elena no se había quitado de en medio. No se había movido ni un solo ápice.

—¿Qué... hace... aquí? —acertó a preguntar, cuando consiguió decir algo.

Este elevó los hombros y las cejas en un gesto de duda. Obviamente se estaba haciendo el desentendido. Pues sabía perfectamente bien que esto había sido algo planeado, con antelación, con la finalidad de tomar un primer contacto mucho más serio, con ella.

—Si lo preferís, podría llevarme las pizzas y dejaros tranquilas.

—¡De eso nada, monada! Que huelen divinamente y tengo un hambre atroz —protestó Clara colocándose delante de ellas para impedir que lo consiguiera, si es que su amiga lo dejaba pasar—. Elenita, querida, quieres hacer el favor, porfi —rogó, en un tono infantil.

Ella le dedicó una ácida mirada que su amiga ignoró.

—Decidiros. ¿Me voy o me puedo quedar?

Clara salió en su busca, apartando a Elena de en medio. Tirando de él con fuerza.

—¡Por supuesto que te vas a quedar! ¡Qué, si no! ¡Elena, hija, qué poco hospitalaria eres! —la regañó ella, al pasar por su lado.

Volvió a observarla con disgusto. Aquello se estaba volviendo un momento muy embarazoso. ¿Podría negarse y rogarle que no lo dejase entrar? ¿Cómo? Al fin y al caso era el piso de su amiga, que no, el suyo. Seguiría haciendo lo que le viniera en gana. Y más, después de seguir empeñada en encontrarle un hombre que la amase de verdad. Uno, que borrase el nombre de Luis, de su vida, con un amor de los más puros y reales. A pesar de no conocer de nada a este hombre. De ir a ciegas y a tientas, desconociendo si de verdad se podría confiar en él. Parecía formal y sensato. Pero también podría ser una opinión engañosa.

Elena cerró la puerta de un portazo fuerte, haciendo dar un salto a ambos. Estaba muy, pero que muy molesta.

—¡Nenita, deja de montar un número y ayúdanos a poner la mesa! Porque Gabriel, tú nos ayudarás a poner la mesa, ¿no?

Este era uno de esos pocos momentos en los que mandaría a su amiga a tomar viento. Aunque se contuvo. ¿Qué pensaría su nuevo jefe si se mostrase maleducada y borde?

—Sí. Ya os... ayudo —respondió, todavía atónita con esta inverosímil situación. Se pellizcó por si estuviera dormida; teniendo un mal sueño. Dolió. Maldijo para sus adentros pues esto estaba ocurriendo en tiempo real. ¿Cómo miraría a la cara a este hombre, después de todo esto? Y de lo que quedaba de noche. ¡Miedo le daba el modo campechano de actuar de su amiga, con su nuevo jefe! Las horas, en su nuevo trabajo, ya las podía dar por finalizadas. Esto iba a terminar pero que muy mal.

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