MENTIRAS

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Andrea

Mi rostro lo decía todo: Estaba atrapada en mi propio drama.

Escuché la cerradura, la puerta principal se abrió y se cerró, a mí me entró el pánico. Mojé mi cara y miré por última vez a la mujer del espejo. La odiaba. La odiaba por no arrepentirse, y por no haber hecho más para evitar el conflicto en el que me encontraba ahora.

—¿Andy? —llamó. Él había llegado.

Él. Diego.

Miré amenazante a mi otra yo, y con todo el coraje que pude reunir, le dije:

—Ya no llores, ¿de acuerdo? No seas una niña. Si lloras, se dará cuenta. — ella me miró, totalmente rota y con lágrimas en los ojos. —¡Que ya no llores, carajo!

Asomé la cabeza y lo vi, estaba parado en medio de la habitación, con su abrigo en el brazo derecho y con la otra mano sostenía la maleta. Parecía cansado, abatido y por lo menos seis años más viejo, pero en cuanto me encontró, una sonrisa enorme apareció en su rostro y prácticamente corrió hacia mí. Lo abracé tan fuerte como pude, nuevamente me solté a llorar como la había estado haciendo días atrás. Me fundí en ese abrazo, deseando y anhelando poder quedarme así para siempre.

Alcé la cabeza y lo besé con urgencia.

—No vuelvas a dejarme, por favor.—supliqué, con mi cara completamente hundida en su cuello.

—Te he extrañado tanto—Me envolvió en sus brazos con demasiada desesperación.— No me iré, no lo haré. Pero si tengo que irme, tú te irás conmigo.

— Te amo mucho, Diego. Te amo, te amo, te amo.

—No llores, amor. No llores—susurró y beso mi frente, sus dos manos sujetaron mi cabeza— Ya llegué, estoy aquí y no me moveré, te lo prometo.

El teléfono del apartamento resonó por las paredes.

—Tal vez deba contestar. —Se apresuró.

—No, déjalo sonar.

Mis manos prensaron el cuello de su camisa y me aferré a él, a eso que teníamos. A ese amor.

—Diego, podemos hacerlo.

Él sonrió y sus ojos brillaron, su respiración retomó la tranquilidad. Asintió con lentitud. El teléfono siguió sonando.

— Podemos hacerlo.

— Te amo, Diego. Ya no vamos a pelear, ni a enojarnos por cosas absurdas, ni a separarnos por malos entendidos. Prometo ser honesta contigo y serte fiel y...y

—Nada importa ya, amor. Estaremos bien. Nada puede ya separarnos.

Me atraganté por la severa dosis de culpa. Estaba lista. Para disculparme, para contarle todo y aceptar las consecuencias, aún si eso significaba que él iba a dejarme. Tenía que decirle, él tenía que saberlo.

—Diego, hay algo que debo decirte.

Me calló con un beso.

—Ya halaremos después, justo ahora lo único que necesito es estar dentro de ti.

Tomándome de los muslos, sus manos obligaron a mis piernas a impulsarse hacia arriba y rodearle la cintura. Su energía me remitió a la emoción primitiva que tuvimos la primera vez que tuvimos sexo. No había en mí una sola parte de piel que Diego no hubiera besado ya, sin embargo, parecíamos perfectos desconocidos a punto de liarnos en el sucio baño de cualquier bar.

Hasta Que El Sol Se CongeleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora