Capítulo 4

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Quería evitarlo, ¡Dios sabe cuánto! Pero cada vez que trataba de distraer mi mente, su nombre caía como un misil en medio de mi cabeza, burlándose de mí

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Quería evitarlo, ¡Dios sabe cuánto! Pero cada vez que trataba de distraer mi mente, su nombre caía como un misil en medio de mi cabeza, burlándose de mí. ¡Me era imposible!

Pensaba tanto en él que un par de veces se me había escapado su nombre en conversaciones.

—Hope, ¿me podrías alcanzar esa lata de maíz dulce? —había preguntado mi madre después de llegar del supermercado.

—Sí, ma —respondí yo, acercándole una lata de frijoles en su lugar.

—Te pedí el maíz.

—Lo siento.

—¿En qué tanto piensas? —preguntó—. Estás más distraída de lo normal.

—Boris.

—¿Qué?

Entonces había salido corriendo de la cocina con la lata de maíz dulce en la mano. Aún no la he regresado a la cocina.

Eran las siete y media de la mañana de un soleado domingo, después de algunas semanas experimentando con su actitud condescendiente y tentadora, y en menos de media hora debíamos partir hacia la iglesia. Mamá horneaba galletas, porque quería agradecerle al pastor por "habernos recibido en la casa de Dios un día más", y yo me vestía en silencio.

Los pantalones de franela y la blusa demasiado pequeña y gastada con elásticos inservibles fueron reemplazados por un vestido celeste y pequeños botines blancos. Si me viesen por la calle jurarían que estaba dirigiéndome a una recreación de los años treinta.

Mientras trataba de domar mi cabello —tan rizado como la cola de un cerdo—, el espejo me ofrecía el retrato de un alma en duda.

Si es que me acercaba ¿me haría caso? ¿Debería intentarlo? ¿Debería si quiera estarlo pensando?

Si tenía tanto dinero ¿por qué se molestaba en ir al colegio? ¿por qué vestía como lo hacía? ¿magullones? ¿sangre seca en la comisura de sus labios? ¿restos de polvos blancos en su nariz? ¿papá? ¿relojes de oro? ¿Kotku?

¿Por qué?

Insaciable.

Lo quería todo y lo quería ya. Si no podía obtenerlo sería porque no lo hube intentado.

Ajusté la cinta de mi cabello con demasiada fuerza, observando mi reflejo dar vueltas en círculos diminutos, aturdida por el aroma de las galletas de mamá proveniente de la cocina. De vainilla, esas les gustaban allá.

No sabía cuándo iba a hacerlo, ni como, pero iba a actuar. Estaba teniendo un intimidante arranque de valentía que me hacía estremecer.

—¡Hope!

Asomé mi cabeza por el marco de la puerta hacia la voz que me llamaba, encontrando a mamá con las galletas perfectamente organizadas en un cesto y los brazos en jarras.

Sinner | Boris PavlikovskyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora