Capítulo 11

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—¿Hope Godfrey?

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—¿Hope Godfrey?

Levanté mi cabeza del libro que estábamos leyendo ese mes para la clase de filosofía: The Great Gatsby, pero a diferencia del resto yo tenía otro libro bien camuflado tras la cubierta del primero: La Divina Comedia. Porque la situación lo ameritaba, mis padres lo prohibían, y quería tener una idea de que era lo que pasaba en la cabeza de Dante Alighieri. Justo en medio del canto siete, cuando las cosas se estaban poniendo bastante interesantes...

En la puerta del salón, exactamente frente a mi fila, estaba la señorita Simons sosteniendo una nota, en la que de seguro constaba mi nombre en tinta.

¿Para qué querría verme el director?

Camuflé muy bien mi libro, cuidando que nadie me descubriese, me levanté de mi lugar y me acerqué a la puerta, de inmediato recibiendo miradas condescendientes y medias sonrisas. Volteé hacia atrás, esperando encontrarme con los ojos de Francis, y que estos me dijeran qué era lo que pasaba, pero él estaba igual de perdido que yo.

—Te busca el director —sonrió ella, encogiéndose de hombros con una sonrisa.

Entonces volteé hacia la puerta, encontrándome con el intento de rostro serio de un muchacho alto, desgarbado y pálido como un fantasma, de cabeza llena de rizos color carbón desordenados y ojos dormilones.

Por supuesto.

—¿De dónde sacaste la citación? —pregunté en medio de risas cuando la puerta se hubo cerrado y él tomó mi mano con urgencia.

—Es una de las que me habían dado a mí —arrugó su ondulosa nariz llena de pecas y abrió el closet del conserje.

—¿Aquí? —pregunté con una mueca—. Que romántico, Pavlikovsky.

—¿Prefieres el laboratorio de química entonces?

Negué con la cabeza y sonreí entrando al reducido espacio, tratando de ignorar los ojos en llamas con los que me miraba de pies a cabeza y la lasciva manera en la que su lengua perfiló sus dientes cuando puso el pestillo.

Me di cuenta un día, cuando todos recibían clases de química menos yo, que me encontraba volando alto, muy alto, en una nube de humo que salía de los labios de cierto pelinegro, que desde aquel beso que le había robado en la piscina de la casa de Xandra, en medio de la adrenalina de mi fuga, la pasión que desataba en mí lo desconocido y el aroma a cálido desierto y cloro, no nos podíamos quitar las manos de encima. Éramos puro labios, lenguas, manos, carne, suspiros, cabello, y no había rastro de lo que solíamos ser antes de tener la compañía del otro.

Todos los valores que me habían inculcado, todas las reglas que debía seguir, los consejos de mi madre, las advertencias de mi padre. Todo había sido minimizado, robado de mi sistema una vez que había probado los labios del ruskii que tenía como amante. Todo con un beso, en el que le había robado algunos de sus malos hábitos, de sus pensamientos más sucios, más oscuros, algunas de las palabras que más pronunciaba, todo se lo había quitado, y me lo había quedado yo.

Sinner | Boris PavlikovskyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora