Capítulo 24

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Las calles estaban desiertas

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Las calles estaban desiertas. Si tenía suerte y veía a lo lejos podría encontrarme con una silueta, pero mi única compañía por el momento era el viento, que soplaba fuerte, caliente y arrastraba arena entre mis ropas, y el sol, que abrigaba mi piel, besaba mi cabeza y atacaba mis ojos.

Caminaba con prisa, como si me estuviesen siguiendo, aunque cada tres segundos que volteaba no lograse encontrarme con más que calle desierta y mi sombra. Sería tal vez que sentía que mi madre, con ese sexto sentido que poseía, me observaba atentamente desde su bola de cristal. Tal vez ella ya sabía que me dirigía a comer algo más que dulces.

A pesar de que el lugar estaba apocas calles, el camino se me hizo eterno. Pensaba en lo que sea que querría decirme Boris. Bien podía ser bueno o malo, podía ser cielo o infierno. Con él nunca se sabía. Si tenía urgencia en decírmelo, era porque probablemente era malo. Las cosas buenas que le pasaban por lo general eran cuando cerraba un trato con alguien importante, le daban dinero o drogas, o recibía algún tipo de incentivo de parte de Xandra, a quien bien podía llamar jefa.

Para cuando divisé el lugar a lo lejos las plantas de mis pies quemaban y había empezado a sudar. Desesperada por el maldito clima, corrí dentro en busca de refugio. La sombra que me proporcionó el techo del lugar fue suficiente. Boris aun no llegaba, así que me permití deambular por los pasillos un par de minutos, tan solo observando repisas y tanteando en contenido de mi bolsa, esperando que el celular vibrase en cualquier segundo.

A pesar del desértico paisaje fuera, en el minimercado la gente se amontonaba en las colas para pagar. Había ajetreo y un incesante murmullo que parecía no querer desvanecerse nunca.

Finalmente, después de al menos cinco minutos esperando, el teléfono comenzó a vibrar. Lo saqué rápidamente de mi bolso y contesté.

—¿Hola? —contesté apresuradamente. No tenía mucho tiempo; si mamá se daba cuenta de que me estaba tardando vendría en mi búsqueda, y eso sí sería un desastre.

—Ya llegué —respondió él, su acento extranjero amortiguado al otro lado de la línea—. ¿En dónde estás?

—Adentro —me abrí paso entre el tumulto de gente y caminé hacia la puerta de salida—, ya salgo, espera.

Sorprendentemente, obedeció. Desde mi lugar pude verlo sostener una sombrilla negra sobre su cabeza, con los ojos entornados buscándome entre la gente, parándose de puntillas y ladeando la cabeza tratando de dar conmigo. Sonreí levemente y salí en su encuentro.

Cuando crucé la puerta de salida y sus ojos se encontraron con los míos sentí un intenso cosquilleo que me recorrió de pies a cabeza. No podía negarlo, a pesar de todo lo que había pasado entre nosotros lo seguía queriendo igual o más que antes. Él me sonrió, y con ese simple gesto logró ponerme el mundo de cabeza. Soltó la sombrilla, avanzó hacia mí un par de pasos y cuando me tuvo en frente me envolvió entre sus brazos. No lo había visto en dos días y la falta que nos hacíamos mutuamente estaba empezando a notarse. No sabía si él sentía la misma necesidad de verme que yo, pero cuando pasaba demasiado tiempo lejos de él me sentía incompleta. Boris había logrado volverse parte de mí, y cuando estábamos lejos se sentía como si me faltara alguna extremidad, un brazo o una pierna. Me había acostumbrado a su compañía y a tenerlo abrazado a mi cintura, hablando sin cesar acerca de cualquier tema, borracho hasta las sienes y balbuceando en polaco.

Sinner | Boris PavlikovskyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora