Epílogo.

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Ariadna había muerto.

La noticia surgió del doctor que la había tratado horas antes de su fallecimiento. El teléfono fijo no inalámbrico que mi padre se había cuestionado cambiar en numerosas veces sonó, cuando lo descolgué, la voz del doctor Fernández se extendió por todo mi oído anunciándome lo que posteriormente tendría que retransmitir a mi padre y a Rosa. Ambos habían asistido a un evento benéfico organizado por el instituto al que Ariadna y yo acudíamos.

La llamada sucedió la mañana del domingo y su cuerpo se había encontrado a las diez horas del sábado en un aparcamiento de coches apenas transitado.

Rosa, abatida y esperanzadora, al día siguiente de haber recibido la noticia suplicó el derecho de poder ver el cuerpo de su hija. Inmediatamente se lo concedieron, sin condiciones. Sin embargo, las advertencias de que le resultaría complicado reconocerla no consiguieron apaciguar la ansiedad que acarreaba mi madrastra.

Recuerdo no haber sido capaz de acompañarla, de entrar a la sala donde yacía el cuerpo de Ariadna ni de disculparme, tampoco de culparme por haber sido una posible partícipe de su muerte. Ni siquiera era consciente de cuando comenzó a relacionarse con Catalina, ni de cuando descubrió que Iván era su hermano. Las declaraciones de ambos ante el juez afirmaron que ellos no habían sido sus asesinos. Sin embargo, la sentencia anunciada por el jurado los sometió a cinco años de cárcel sin condicional.

¿Habría sufrido?

Desde que mi mente logró acojer su ausencia, me preguntaba eso continuamente. Según los forenses que habían tomado pruebas del cuerpo, Ariadna había sido golpeada y agredida antes de haber sido obligada a ingerir una excesiva cantidad de droga. Su organismo no resistió y enseguida entró en coma, sin embargo, su traslado al hospital no contribuyó en ningún progreso para su mejoría, su corazón ya había dejado de latir. Su identificación tardó en ser reconocida, pues las agresiones que había sufrido habían distorsionado su rostro.

Pronto llegaron los preparativos de su funeral, los continuos llantos de Rosa y los pésames que los más próximos a nosotros nos ofrecían. Algunos ni siquiera la conocían y aún así habían viajado hasta nuestra casa para acudir al funeral o simplemente para dar consuelo a Rosa durante unas largas horas. Los oía llorar, a la mayoría que cruzaba el pasillo para ir al cuarto de baño, desde mi habitación. Al otro lado de la puerta, yo también lloraba. No había permitido que nadie lo supiera, ni siquiera Jesús. Él me ofreció su ayuda en un primer momento, aún ahora continúo prestando de ella. Y quizá no hubiera sido capaz de afrontarlo sin él. Alex vino al día siguiente de conocer la noticia, él no quería creerselo aún. Daniel apareció un par de veces por casa, y en una de ellas su visita se debía a querer hablar conmigo. Su hermano días antes me había estado comentando sobre su estado, apenas salía de su cuarto y aunque él no había visto las huellas, sabía que había estado llorando todas las noches hasta ese día.

En un principio, supuse que él conocía la historia que había ocurrido entre Ariadna y yo, y que quizá quisiera recordarme mi error por comportarme así. Sin embargo, cuando abrió la puerta de mi cuarto y apareció, me sorprendió que sus manos se alzaran ante mí sujetando una tenue carta, apenas formuló unas palabras y luego, desapareció, cerrando la puerta.

Sostuve la carta en mis palmas. El sobre estaba salpicado por pequeñas manchas de color marrón, lo que parecía ser chocolate. Enseguida se me vino la imagen de tres niñas sentadas en unos taburetes, sonrientes e impacientes mientras esperaban el chocolate que la madre de una de ellas les preparaba cada semana, junto a pequeñas nubecitas blancas. En aquella época, Ariadna solía interesarse por escribir.

Abrí el sobre, sopesando el nudo que hacía unos segundos se había formado en el fondo de mi garganta. Mis dedos desdoblaron el papel en un rápido movimiento y mis ojos enfocaron de inmediato las escasas palabras que se fundían sobre él.

Finjamos ser algo. #Wattys2016Donde viven las historias. Descúbrelo ahora