No le digas niño

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Capítulo 24

No le digas niño


No sé cuánto tiempo había pasado desde que Pam había entrado en la sala de operaciones, cuando sentí que alguien me apretaba el hombro. Como era mi brazo derecho, pegué un respingo de dolor y me di vuelta inmediatamente. Y la persona que estaba frente a mí, solo consiguió que perdiera la poca compostura que había logrado mantener. Era mi cuñado y su expresión de profunda tristeza era el fiel reflejo de la mía.

—¡Owen!

Nos abrazamos en ese mismo instante, compartiendo el peso de la carga que llevábamos. Mi rostro se hundió en su pecho y recibí con gusto y angustia la calidez familiar que él representaba. El escalofrío recorrió mi columna vertebral al percibir la gran diferencia de temperaturas.

—Estás helada, Amy —terció con desaprobación al despegarse un poco de mí. Frotó un poco mi espalda para darme calor con la fricción, pero era lo mismo que nada—. Y pálida.

—Lo sé —asentí, con la cabeza gacha. No me sentía digna ni de mirarlo a los ojos.

—Ames —su voz dulce era un tierno susurro que acariciaba mi alma.

Y fue entonces, cuando sin poder retenerlo un segundo más, ese profundo y sentido sollozo salió desde el interior de mi pecho. A ese se unieron unos cuantos más, como efecto dominó. Mis rodillas se aflojaron y si no hubiera sido porque Owen me rodeaba con sus brazos, me habría desplomado en el suelo.

—Shhh, todo estará bien. Cálmate, Ames. Ella lo conseguirá. Ella es la persona más fuerte que he conocido en mi vida.

Hablaba a toda velocidad, apoyando su mandíbula contra mi coronilla. Pero a pesar de que sus palabras expresaban una seguridad absoluta, podía sentir su cuerpo temblar. Era eso, el miedo. Aquel terror de perderlo todo.

Apreté mis párpados, que expulsaron un poco de líquido caliente.

—Lo siento, Owen. Lo lamento muchísimo. Esto es mi culpa.

Comencé a balbucear todas esas cosas sin sentido, sin poder guárdemelas. Mi interior estaba intoxicado de aquel triste sentir y no era capaz de refrenar mis lamentos.

—¿De qué hablas, Amy? No es así —contradijo mi cuñado, con irritación—. Esto no es por tu causa. ¿Cómo dices semejante cosa?

—Sí, lo es. Yo sabía que los ascensores no funcionaban bien y no dije nada. Si le hubiera contado a Pam... Si la hubiera detenido, si...

Él me interrumpió, separándose de mí. Su mirada era severa. Quizás por fin se había dado cuenta de que yo era la culpable de todo.

—No es así —repitió su negativa—. No puedes culparte por las cosas malas que suceden en la vida, Amy, porque no es la realidad. Y si siguiéramos esa línea de pensamiento, entonces yo también tengo la culpa.

—No, Owen, eso es ridículo. ¿Por qué la tendrías?

—Porque si hubiera salido más temprano del trabajo, habría estado con ustedes y tú y yo habríamos sido capaces de abrir esas puertas, Amy. O si le hubiera comprado otro teléfono a Pam, uno que no perdiera la señal, entonces ustedes podrían haberse comunicado con emergencias sin ningún problema. O si no le hubiera pedido a Pam que tuviéramos un bebé... Yo soy el que tiene toda la culpa.

Su voz sonaba baja y controlada, pero en sus ojos se veían la tristeza y desconsuelo que estaba sintiendo. Pero a pesar de que lo que decía era cierto, ni yo ni nadie podían culparlo. Y fue en ese momento que entendí lo que quería transmitirme, las palabras encajaron en el oscuro túnel de mi mente cerrada y la abrieron un poco.

Ella es mi monstruoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora