Subí inundada por dudas que jamás serían certezas y ahogada por certezas que dudaba segundo a segundo. Había algo mágico en el otoño, la noche de experiencia ajena y el juego de vestirse para cumplir una expectativa. Había algo gracioso en su forma de hablar, algo aburrido en sus anécdotas. "Ahorran todo el año para vivir más de esas" dijo una desconocida, "solo para tener de que hablar". Pestañé pero podría haber jurado desaparecer de ahí por menos de un segundo. Pasé un poco más de rato para que no piensen que solo fui a comer. No saludé, porque no quería. "Prefiero felicidad antes que protocolo", pensé. ¿Acaso yo sabía lo que era la felicidad? Cada vez que la creía sentir se pinchaba, como un globo de cumpleaños que se pierde abajo de la silla del balcón...porque esos se desinflan de a poco sin avisar, desaparecen y a nadie le importa porque hay más adentro. Entonces, ¿eso era la felicidad? ¿Quién sabe lo que es? Se habla de ella como algo obvio, algo que todos buscan pero pocos saben que nunca lo van a encontrar. "¿Para que intentamos entonces?" Imaginé que le decía el señor con traje de parches a la mujer de abrigo de lana. Se adelantaron y después de pagar encontré un par de ojos jóvenes mientras imaginaba otros posibles. Tenía una campera verde y barba de tres días. Rozó mi pie con el suyo cuando trató de acomodarse en el pasillo. Se disculpó con una palabra que no alcancé a escuchar y reservé la mirada para la ventanilla que me hacía sentir que nos faltaba mucho. A todos nos faltaba mucho. La señora de abrigo de lana le respondió entre mis pensamientos, más tarde para hacerse rogar pero a sabiendas de que nunca tendría su misma autoridad. "Carlos, mañana te ocupás vos del perro. Yo estoy cansada." Pasé la siguiente canción de mi reproductor, no quería música alegre. Necesitaba música miserable para sentir felicidad, o al menos para inventarme que podía serlo. El chico de campera verde miraba el celular, parecía tranquilo. ¿Cómo podía estarlo? ¿Acaso no sabía que él nunca podría ser feliz?