XXXVII. La Antecámara

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      Era innegable, existían lugares fantásticos, paisajes infinitos de climas irreales, seres que habitaban lugares imposibles, muchos reinos rodeados de agua, incluso algunos rodeados de fuego. Pero aquel lugar tenía algo inusual, algo que no encajaba dentro de la palabra normalidad. Muchos pasos había dado, a veces durante largos e indeterminados periodos de tiempo. Fengart conocía aquel oscuro lugar, pero cada vez que entraba allí, era distinto, aún no se habituaba a esa sensación de vacío que se agarraba al alma. Incluso a veces, la duda se instalaba en sus pensamientos y una sensación de inquietud le sacudía el cuerpo, finalmente la piedra de Igtium cumplía su cometido, el acceso al interior de la bóveda aparecía de la nada y no podía evitar sentir que lo invadía una sensación de tranquilidad.

      Tkinum intentaba ver, convocaba hechizos de visión, de luz, conjuros capaces de vencer las sentencias que se llevan a cabo en las oscuras tinieblas, ninguno de ellos obedecía su mandato, aquella negrura lo desafiaba como ningún ser vivo hizo anteriormente, además le atenazaba el cuerpo sintiendo el frío escalofrío de la soledad eterna. No sentía nada, el silencio era tal, que turbaba sus sentidos, la única y verdadera sensación era el cáñamo entre sus manos, el que tiraba de el.

      Fánida la bruja, sintió de inmediato el poder del laberinto negro, al contrario que su compañero, no intentó combatirlo, no podría, aquel poder sobrepasaba el umbral de lo inimaginable. Así que decidió unirse a el. Buscó la forma de asociarse a esa magia ancestral. Mientras se dejaba llevar arrastrada por la cuerda, liberó su pensamiento, buscó cualquier indicio de fuerza y encontró la devastación, fue como un golpe, una brutal sacudida que no solo la rechazó de lleno, sintió que todas las lunas de aprendizaje, todo el proceso de largas jornadas de sacrificio, eran insignificantes en aquel lugar.

      Mundinoth ya estuvo allí en más de una ocasión, el mago aprendió hacía mucho tiempo que algunas cosas no se podían explicar. Al viejo creador de magia ya no le preocupaba descubrir o vencer. El tiempo le enseñó algo, lo orientó y lo formó, a estas alturas sabía que no se podía luchar con aquello que no se podía entender. Por lo tanto, se dejaba guiar sin preguntar, sin luchar, sin querer vencer lo que es invencible.

      Noath, el protector de las sombras conocía la oscuridad en todas sus formas, en si mismo, emergía de las amargos fragmentos que recortan la muerte. Pero aquello era diferente, ese lugar, aunque hubiera tenido luz, habría estado vacío. Aunque se pudiera ver, nada estaría a la vista, pues allí, nada existía. Había oído hablar del laberinto. Era conocido como la antecámara, un lugar donde no solo se perdía el cuerpo, se extraviaba la conciencia quedando anclada en un aislado y estéril silencio.

      Nutigryt solo pudo ver como la luz de la entrada se hacía más pequeña, se dio cuenta de su error nada más entrar y se quedó quieto pero no sirvió de nada. La oquedad por donde aún entraba un resquicio de tenue luz desapareció casi al instante, como si tuviera vida propia. Quedó inmerso en la oscuridad total de una entelequia invertida de negros sueños. No quería moverse, estaba a pocos pasos de la salida, pero sintió que la distancia hasta ella se hacía mayor con cada uno de los latidos de su corazón. Se negaba, no aceptaba su suerte. Era casi todopoderoso, era el brujo de la muerte. Deshizo su camino avanzando con las manos por delante, debía haber algún muro cerca, acababa de entrar y apenas ando unas varas, avanzó algunos pasos, ocho, doce, diecinueve... corrió, delante nada, corrió, no podía ser, debía haber topado con el muro, siguió corriendo. Y el poderoso brujo, desesperado, gritó y el ahogado sonido quedó extinto, sumergido en un mundo de inexistente calma oscura.

      Confundido con la penumbra el mago oscuro intentaba localizar a los brujos, su vista perforaba la sombra como si la consumiera pero, no había nada, buscaba con la percepción de aquello que no se puede entender, de igual manera su búsqueda era infructuosa. Ni siquiera los rincones más tenebrosos del averno se mostraban tan hoscos como la soledad que se extendía en el laberinto. No, no podía situar a nada ni nadie. La fama que precedía la antecámara era acertada. Sin embargo, en cuanto la bruja saliera de aquel lugar encantado, en cuanto pisara la bóveda, el mago oscuro la vería. Al ir tras ellos, logró casi coger a la mujer, pero se le escapó, aún así, trasladó parte de su esencia a la ropa de Fánida, ahora la bruja llevaba un huésped adherido a ella, un anfitrión en forma de mancha que pasaba totalmente desapercibido, una insignificante mota que era parte de la materia oscura del mago.

EL CUARTO MAGO. LIBRO II. Magos  oscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora