Ya caída la noche, Irene se encontraba acostada sobre la hamaca, mirando el fuego y las chispas que de este se desprendían, pequeñas lenguas de fuego chisporroteaban y centelleaban. Las olas eran como música para ella, incluso se permitió un atisbo de sonrisa. La verdad es que aún seguía con la preocupación y el asunto que la estaba volviendo loca, mas sin embargo se había dado cuenta que el pensar tanto en ello solo la volvería esquizofrénica, talvez una probable enfermedad mental, por lo que había optado por quitarse de penas por cinco minutos y relajarse aprovechando ello de esta dimensión.
Mientras tanto, el leonado hombre se encontraba haciendo quien sabe que tantas cosas a la orilla de las olas. La noche era joven y en cualquier momento este último vendría a con ella y le llevaría al otro lado de la isla.
Pasado cierto tiempo, el joven finalmente se acercó a Irene.
─Mi cielo ─Exclamo este último. ─Irene, despierta, ya es hora.
La dulce doncella había caído en los brazos de Morfeo, sin haberse dado cuentas, a pesar de no haber echo gran cosa aquel día, su cuerpo se sentía agotado.
Parpadeo un par de veces, para después incorporarse lentamente. El caballero, fiel a lo que era, le ayudo caballerosamente a ponerse de pie.
─ ¿Ya es hora? –Pregunto ella evitando un bostezo.
El joven asintió. La tomo de la mano y juntos dieron marcha. Les esperaba, probablemente veinte minutos de caminata hasta dar la vuelta de 180°. Mientras el tiempo transcurría de esa manera, Irene se volvió a echar un vistazo, en su vida se había imaginado vestirse de tal manera. La tela era muy extraña, y para nada cuidada, la diminuta prenda que llevaba en la parte de abajo, estaba en su totalidad manchada como si estuviese deslavada. La parte de arriba muy arenosa. Y su cabello, bueno, a lo largo de los últimos días, la joven se dio cuenta que esta era la parte más fiel a su cuerpo, pues este parecía intacto, y si, que más podría ser, si ella acostumbraba a dejarlo caer sobre sus hombros, muy raras veces lo sujetaba.
Suspiro, convencida de que tenía que comenzar a buscar la manera de salir de dicho lugar lo más pronto posible.
─ ¿Te han dicho cuan elegante caminas? ─Le pregunto el joven al tiempo que le soltaba la mano y la tomaba de la cintura. Ella se puso tensa al momento.
─Si –Respondió detenidamente y haciendo rígido su cuerpo con la esperanza de que el joven dejara caer su mano, pero el intento fue en vano. La joven se aclaró la garganta ─Si, de hecho ya me lo habían dicho anteriormente un par de personas.
─La gente es muy observadora ─Concordó él. –Aunque claro ─Continuo después de un momento de silencio, ahora su voz se escuchaba notablemente más baja y con cierta melancolía en ella ─Tal vez tu pensaras que yo que sé, si han pasado años y años desde que llegamos a este lugar. Es solo, que nunca te lo había dicho, que yo también me fijo en tus movimientos corporales.
─Sabes, la gente nunca se olvida, y mucho menos cuando son personas especiales en tu vida ─Dijo ella muy a la defensiva.
Él se mostró cabizbajo.
─Si seguramente tienes razón mi cielo.
Para entonces ya casi había llegado al lugar en el cual pasarían la noche.
El caballero rápidamente se puso manos a la obra y comenzó a sacar de una red que Irene no había notado antes, ciertas cosas como una manta, cocos y más objetos para la lunada.
La doncella se limitaba a sentarse sobre la arena y admirar el mar y la grandísima luna. El joven comenzó a hacer ciertas fogatas a las orillas, diez quizá quince pequeñas fogatas las cuales hacían del lugar algo muy romántico.
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El Laberinto de los Caballeros 1
Romance1865 Ella es una doncella de nombre; Irene de Luna, una señorita de 21 años, humilde, carismática e inocente. Por obra del destino y dañada moralmente por personas de la clase alta decide huir del pueblo, dejándose llevar por el dolor, las lagrimas...