XXXII

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Las mañanas no pueden ser tan hermosas siempre. Sí, eso pensaran muchas personas, pues cada día hay algo diferente, es mejor para unos, es peor para otros. El aburrimiento de vivir un día más de la misma manera, haciéndote viejo en tu trabajo. O despertar con una buena noticia, de esas que sabes que te alegrara por completo el día. O bien, lo que nadie quiere, despertar con una mala noticia, algo que te entristecerá, no solo el día, si no toda la vida.

Bueno, pues esos son los pensamientos de alguien que es adulto, o bien que apenas se convierte en una persona mayor. Pero...

Para un niño o niña, todo es completamente diferente.

Donde nosotros vemos muebles, ellos ven juegos.

Donde nosotros vemos deberes, ellos ven entretenimiento.

Donde nosotros vemos problemas, ellos ven aventuras.

El viento era cálido. El sol se elevaba y eso hacía que el día tuviera un hermoso color rosa, el aire había sido coloreado y perfumado. Pues las margaritas que decoraba el jardín, despertaban para alegrar el olfato un día más.

De los tres columpios que había, solo uno se mecía, el columpio de en medio, en el cual estaba una pequeña niña de vestido ámbar. Trenzas castañas y un angelical rostro.

A dicho juego debía de faltarle una manita de gato, porque cada vez que este retrocedía un leve chirrido emanaba de la parte superior, allá donde las cadenas se encontraban. Pero a la niña no le molestaba en lo más mínimo, para ella era música de fondo.

El vientos soplo y los pequeños cabellos en su frente volaron sobre su cara.

A los alrededores del parque había pequeñas bancas de madera. Cuidadosamente pintadas y bien cuidadas. En una de ellas, la segunda de izquierda a derecha para ser exactos, se encontraba una mujer en una elegante postura. Esta portaba un vestido de encaje oscuro y un velo sobre su cabeza. Tenía la vista baja y los parpados más grandes y suaves.

Muy entretenida leía una novela de bolsillo. Mientras que movía uno de sus pies rítmicamente, debía de recordar alguna canción en este momento, y debía de ser una que realmente gustará, para de alguna manera, tararearla moviendo una sola extremidad. La soñadora niña le miro y se encogió de hombros, volviendo a mecerse.

Un galope se hizo presente, cada vez más cerca y distinguible.

La infante adoraba los caballos, por lo que de inmediato levanto la mirada para no perderse ninguno de los que estaban por pasar en los próximos segundos.

No era un solo carro, eran tres. Pero sin lugar a dudas el de en medio era el más importante, siempre era así.

La pequeña observo los sementales desde el momento en que estos aparecieron al empezar la calle principal el trio galopaba con suma elegancia, sus grandes cabezas en alto y la mirada firme. Dos de ellos eran café chocolate y el primero blanco como la leche de cabra.

La jovencita no podía ver las patas de estos, pues estaba se perdían entre las yerbas y flores que del suelo brotaban. Dicha caravana paso de largo, adentrándose en una de las primeras calles del pueblo. La briza volvió a soplar y un pequeño remolino volvió a alborotar los mechones sueltos de la cabeza de la pequeña.

Ella aun no podía superar lo que acaba de presenciar, pues su mirada aún seguía fija en esa dirección, donde el último de los caballos se había perdido de vista. Mas sin embargo, justo en ese momento una visión oscura le obstaculizo. Sus ojos fueron más arriba y un afilado rostro se enfocó en ella.

Lo recordaba de algún lugar y basto solo unos pocos segundos para saber de dónde reconocía a este hombre.

Si, era él.

El Laberinto de los Caballeros 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora