Vacíos

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Tenía frío. Me acurruqué pegándome a su cuerpo, rogando en silencio que me tome en sus brazos y me lleve con ella. Había recibido el castigo del que mi padre tanto hablaba en sus sermones: el demonio me había hecho pagar. Pero no entendía por qué seguía sintiendo frío y llorando en la oscuridad, sino había parado de rezar.

Me aferré más a mi ángel, sin querer abrir los ojos. La sombra seguía ahí. Empecé a temblar más fuerte al sentir la rigidez bajo mi cuerpo, todavía esperando oír el latido que en cada abrazo solía acunarme.

Mientras no abriera los ojos, María seguiría siendo brillante. Mi ángel despertaría y ya no existiría el rojo. Volvería a hacerme sentir bueno y me daría refugio por haber sido tan valiente.

Nunca le diría a mi padre.

Me hice pis. Recé y recé por soportar, pero nada sucedió.

¿Qué clase de hombre era?

La pregunta martillaba en mí.

De repente, distingo luz a través de mis párpados cerrados y ya no controlo ni siquiera el temblor.

Necesito creer...

Me abrazo más a mi esperanza, no importa si ya desprende un desagradable olor. Los ojos abiertos de María no parpadean, no están ahí.

Y yo, más que nada, temo abrir los míos y olvidar para siempre como rezar.














— Vacíos— 









Desperté confundido, con todos mis músculos en tensión. La expectación, las dudas, el miedo, se fundían en mí dejándome desorientado.

—Javi, soy yo...

Joaquín me miraba entre cauteloso y preocupado. Empecé a volver en mí cuando noté que lo mantenía prisionero bajo mío, firmemente agarrado del brazo.

—¿Qué ocurrió?

—Estabas revolviéndote en la cama, tío. Me has asustado — dijo mientras se iba alejando — Quise despertarte y cuando te he tocado me has sujetado sin más. Parecías no reconocerme — agregó en un susurro.

No era la primera vez que me sucedía, pero jamás había ocurrido con Joaquín. Desde hacía unos años las pesadillas habían remitido bastante y yo, antes de él, había aprendido por las malas los beneficios de dormir solo.

Me dejé caer pesadamente sobre la almohada, seguro de que el estrés padecido los meses que estuve en Buenos Aires se incrementó con las largas divagaciones que invadieron mi mente la noche pasada. No me asombraba que mi inquietante sueño fuera el primer aviso: debía encontrar la forma de filtrar tanta presión.

—Perdóname — alcancé a musitar, tratando de mantener la vista fija en la pared.

La visión desnuda del cuerpo menudo y pecoso de Joaquín, no ayudaba a poner en práctica mi autocontrol. Todas las emociones confusas latían aún en mis miembros, calentando la sangre y produciéndome una fuerte excitación. Como siempre desde ese día, yo notaba en cada signo lo que mi cuerpo me pedía con violencia.

Salté de la cama tratando de controlar la respiración. Era mejor poner en movimiento mis ideas, tratando de desarmar las imágenes de la descarga carnal que anhelaba. Joaco no merecía saber hasta qué punto podía llegar en el regodeo de mis oscuridades.

BifurcadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora