- Saltos -

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La noche había llegado demasiado pronto.

Los rostros y palabras raras de mis tardes se me presentaban como seres encapuchados.

No sé cuánto corrimos, ni cuando llegó la camioneta que ahora nos llevaba. Yo, bajo las mantas, trataba de recordar.

La nieve se alejaba y mi padre no había vuelto.

¿Éste era el tiempo predicho de elegir? Muchas veces había estado en la oscuridad. Pero esta era una clase distinta. La sentía en cada palabra silenciada.

El motor se detuvo: Voces y metal.

De repente, la manta desapareció y la luz me cegó. Cuando pude volver a percibir mi alrededor, sólo estaba ella; revisando los bolsillos de los bultos en el suelo, con el rostro imperito.

Al verme observando la escena tras el cristal, sonrió.

Todavía no, mi pequeño ángel.

Su voz decía la verdad. La manta me volvió a cubrir.

A pesar de todo lo que me había enseñado papá, también debía confiar en mis instintos. Todo lo que me había dicho había sucedido como si lo hubiera escrito, como si fuera una visión. Pero también había fomentado mi naturaleza inquisidora.

¿Cómo saber dónde acababan sus decisiones y empezaban las mías?

Sabía que estaba dispuesto. Sabía que tarde o temprano, tendría que ayudar.

Pero cuando en cada camino ella retiraba las mantas, la realidad era muy distinta.

Otra clase de verdad me mostraba lo cerca que estábamos de nuestro futuro en un mundo enemigo y yo me ponía a pensar que pasaría si dilatara la despedida un poco más...

Cuando vi al hombre que, mucho tiempo atrás, había estado en la cabaña del bosque con papá; me cubrí con las mantas y la alerté.

Esta vez, sólo escuché metal. Luego, el motor volvía a arrancar.

Estábamos cerca. Por una vez, confiaría en ella.

Esa fue mi única traición. Años después, sabría el precio a pagar por mi infantil elección.

Todo tiene un precio.

Yo había decidido apostar al viento.







Saltos—










—Vamos, Iván.

Bajé el libro y miré hacia la puerta de la habitación. Mi nuevo paseador no me agradaba, sólo le faltaba la correa e intentar hacerme ladrar. Debían pagarle peor que a Nicolás, del cual no había rastro desde que me habían asignado al titán.

Después del almuerzo pensé que me había salvado. Nadie me había venido a arrastrar a ningún laboratorio.

Me levanté un poco resignado. Esta vez no lograría hacerme hablar.

Me calcé los zapatos: una mezcla de zapatillas negras de lona con abrojo, previsiblemente sin cordones, y eché a andar. Los adefesios eran parte de mi nuevo vestuario, seguramente cortesía de Baikal.

La sonrisa sardónica se transformó en un gesto de desagrado al recordar que la última vez se me había escapado el apodo; el maldito psicólogo tenía algo que me provocaba escupir palabras que en otros casos ni me hubiera molestado en soltar. Mala señal.

BifurcadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora