Pulsión

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—Pulsión—







—Amigo—saludó Joaquín entrando al departamento—. ¿Cómo sigues?—dijo dirigiéndose a la cocina cargado con tantas bolsas, que parecía tener la intensión de alimentar a un regimiento.

¿Cómo sigo?

Buena pregunta.

Estaba mal viviendo el tercer—y último— día de la segunda licencia que me habían recetado, y más allá de lo físico, no me había servido para mucho más.

Seguía tirado en el mismo sillón que ayer.

Y anteayer.

Irritado conmigo mismo, carente de todo sentido del humor y preso del peso que siempre me aplasta cuando choco con mi propia falta de control; quizá esa sea la descripción más acertada para articular una respuesta incorrecta.

Una que me había prohibido pronunciar.

Desde el sábado, me había dedicado a abusarme de los fármacos recetados, tratando de ignorar los detalles que me definían como una persona poco tolerante, reacio a compartir lo que consideraba mi espacio... pero imposibilitado de echar a Joaquín. No podía sumar más faltas. El riesgo de ser condecorado definitivamente con una medalla que dijera «hijo de puta» en letras escarlatas no me honraba.

Me la merecía, no había duda, pero ahora, en mi nueva condición de inválido, no era el mejor momento para volver la espalda a una de las pocas personas que aún me toleraba. La verdad, tampoco es que ardiera de ganas. De alguna manera, Joaquín siempre se las arreglaba para devolverme algo de fe en la raza.

Tras haber ido a la guardia la mañana siguiente de otro nefasto natalicio, cuando mi mano amaneció tan hinchada para justificar los días que inevitablemente, después de haberme mirado en el espejo, debí tomarme, lo que menos me importó fue ver que Joaquín prácticamente había traído un armario de ropa, listo para instalarse en el living.

Aunque ahora, el tic que me provocó el rápido vistazo de sus cosas desparramadas por todos lados me valió un pinchazo en el ojo, por suerte, menos doloroso que el de días pasados.

El corte limpio en la ceja izquierda no había requerido puntos. Pero sí que mereció más de una gota ardiente de pegamento, en pos, según el médico, de evitar un lento proceso de cicatrización que me dificultaría, encima, el uso de mis gafas.

Lo único que escasamente hoy me alegraba, era haber amanecido sin la zona hinchada y morada. Los primeros días, el lado izquierdo de mi cara parecía un gran pedazo de carne en descomposición: un reflejo corporal de mi estado anímico.

Tras dos placas y seis fragmentos de vidrio extraídos sobre una estilizada bandeja metálica, me había quedado con una mano totalmente saturada y vendada, la cara yodada, y un certificado médico que me daba una coartada. En cuanto pude volver a casa, me lancé a la cama dispuesto a seguir así hasta que mi cuerpo se dignara a sanar, intentando creer un mal sueño todo lo que había sucedido, orando a los dioses porque Joaquín se hartara de mi abulia y decidiera darse a la fuga.

Tres días después, ninguno de esos milagros me había ungido.

Joaquín seguía trajinando con las bolsas en la cocina, en un intento irritante de aparentar normalidad, exaltando todos mis nervios. Su actitud natural, despreocupada, no hacía más que poner en marcha la forma patológica que había tomado el imperativo de mi defensa más básica.

BifurcadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora