- Reglas -

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Me dolía el culo de tanto estar sentado sobre la piedra.

¿Cómo podían llamar a éste pedazo de tierra muerta, jardín? Había llovido por dos días y los únicos que habíamos querido salir éramos el raro y yo, aunque su necesidad era más básica que la mía.

Me resigné a que el sol no me saludaría cuando otra gota cayó en medio de mi nariz.

Me dirigí al cuarto mohoso que funcionaba como biblioteca, aunque ya no quedaba nada allí que me interesara, no perdía con chequear una vez más. Lo poco que valía la pena había sido arrancado y preservado dentro de la cisterna de mi cuarto, envuelto en una bolsa de plástico; pero me estaba enloqueciendo abusar siempre del mismo material.

Antes de traspasar la puerta, me detuve a escuchar las voces que venían de allí, sorprendido de que esta manga de animales hubiera decidido reunirse en el único lugar donde habitaba todo aquello que les daba pánico: libros y Julia, la celadora que no se contenía en agarrarte a cachetazos si te encontraba armando jaleo en el lugar que debía controlar.

—Déjalo, es imbécil.

Yo no creo que lo sea... Sabe leer.

-—¿Y? Tomás también sabe leer y no por eso ha dejado de cagar bajo el árbol cuando cree que no lo ven.

—¡Eh! ¡Aquí está el mudito! —la voz detrás de mí, me obligó a entrar a base de empujones.

Con éste, era mejor no hacerme el disminuido.

Me dejé conducir por las manos de Pablo hasta quedar en medio del grupo que, claramente, era a mí a quien estaba esperando. La luz se me prendió al notar que Demian no estaba por ningún lado. Desde que había llegado, parecía que se empeñaban en querer hacer de mí el monigote de turno.

Los odiaba.

Me había bastado sólo dos días de observación para saber cómo funcionaba la escala de poder en este lugar. Los más grandes le arrebataban la comida a los más pequeños y sumisos, sin importarles que la mayoría fueran puro ojos y costillas sucias. Los nuevos, padecían requisas por las noches en las cuales, sino querían terminar adornados por moretones y sin una sola prenda para cubrir sus cuerpos, debían entregar todo lo que les habían dado al ingresar. No había mucha diferencia entre la sabana del nuevo y la de ellos, así que rápidamente entendí que sólo era una forma de obtener cierta satisfacción estúpida al sentirse superiores por hacer cagar de miedo un crio triste.

¿No se daban cuenta que todos estábamos hasta el cuello de mierda por igual?

Me parecían patéticos en sus intentos por negarlo. Este lugar únicamente era una fiesta para las ratas.

¡Malditos bichos!

Vamos, imbécil –— con una cachetada en la cabeza, fui arrancado de mi paz—¿Dónde has escondido los jodidos lápices?

Con que eso era... habían decidido que era mi hora de entregar.

Miré las caras que me rodeaban; se me asemejaron a los que había visto tiempo atrás en una revista: cuerpos muertos que no reconocían su estado y caminaban babeando, sin sentido, hambrientos y descerebrados.

Yo no era uno de ellos.

—¿En verdad no entiendes? Mira que eres raro— dijo sacando uno demasiado corto para cumplir su función —¿Ves? Esto quiero —dijo pegándome a la pared y colocando la punta del lápiz color gris cerca de mi ojo izquierdo — En tu pieza no los has dejado ¿Dónde están?

BifurcadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora