- Convicciones -

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Gestos, miradas; parpadeos incongruentes, tonos llenos de matices.

Cada palabra y cada silencio compartido — entregado — en el encuentro; todo corre por mi mente a una velocidad atemporal, escaneando cada escena sabiendo que ningún detalle es amigo del azar.

"Javier"

Y ahí, todo se volvía estática.

Nada había escapado de los márgenes esperados, por muy excéntrica que pareciera la conducta desde afuera. En mi cabeza, había un sinfín de teorías plausibles que se afianzaban dibujando un mapa sinóptico fascinante.

Aun así, el ruido sordo, algo incómodo, justo en el final:

"No mientas, Javier"

Nada se me había escapado. Nada, no; pero sí alguien.

Y al caer en la realidad de una nueva incógnita, por un momento, no quise entrar.

No comprender, sentir las nuevas faltas de piezas, la distancia ensanchándose otra vez hacia los porqués; me paraliza a un nivel que trasciende la corporeidad: no siento el frío, la lluvia, los truenos. No veo la silueta de Iván ¿huyendo?, ni mi propio cuerpo aun agachado con la mirada perdida en una pared de ladrillos antiguos, húmedos y filtrando el agua que no cesa de caer, lustrando su superficie como yo sacaba brillo a los recuerdos.

Por un periodo que no puedo calcular, no soy más que en mis pensamientos, los cuales se pierden concentrados en lo ininteligible. Pero mi cuerpo aun pertenece al mundo material; donde el tiempo corre y las personas sienten.

Un estornudo, una mínima contracción de mi nariz, es suficiente para enderezarme con premura y volver a estar a cargo. Un frio de puta madre acuchillándome la espalda, me recuerda que ya no hay nada frente a mí que proteger.

Corrí hacia la puerta de entrada, captando en medio de mi ceguera a los empleados de Atenea bajo el gran árbol del centro, quizá recogiendo los restos que había abandonado para salir a perseguir a un ser que no cesaba de jugar al filo de la cordura. El fuerte contraste de sus uniformes totalmente blancos, bajo la enorme copa frondosa, los delataba.

- ¡Lezama! – escuché llamar sin detenerme.

La certeza de que nuestra falta había desencadenado alerta, me apremiaba.

La sensación de que algo se quedaba oculto y perdido en el jardín, me perseguía.

Al ingresar en la cálida estancia, mi mirada se concentró en la búsqueda del desquiciado que, sin lugar a dudas, había desatado el caos imperante en la sala. Los enfermeros trataban de ordenar, con voz cargada de fingida calma, la retirada de aquellos pacientes que alzaban quejas ante la injusta prohibición de quedarse en el sector común, lugar al que obviamente habían acudido luego de sus desayunos, ofuscados ante la imposibilidad de salir y con la esperanza (ni nombrar el derecho) de distraerse en comuna. Todos eran redirigidos hacia el pasillo izquierdo, donde las habitaciones de los internos B estaban distribuidas.

Sólo tres figuras estaban estoicas y bloqueando el ingreso derecho: el del sector C.

Y sólo una de ellas se destacaba atrayendo la atención de la sala.

— ¿¡Acaso son imbéciles!? ¡Déjenme ir a mi puto cuarto!

Aquel que no cesaba de gritar, se encontraba en medio, retenido por cada uno de sus brazos por dos enormes hombres uniformados. Su enfermero personal, parado frente a la escena pidiendo silencio, miraba hacia todos lados buscando alguna figura de autoridad que le dijera como proceder mientras el ruso se debatía intentando soltarse. Claramente debilitado por el frio que su torso desnudo — ahora más pálido de lo normal—, mostraba en sendos escalofríos; tenía marcas rojas en distintas partes de los brazos, delatando que había forcejeado antes de ser sometido.

BifurcadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora