- Ubicuidad -

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Las imágenes que prometí dejar atrás, se proyectan en la enorme pared blanca que tengo frente a mí; el peso de lo que aún no ha terminado de irse traspasa mi nuca: infiltrándose por el agujero que provoca para burlarse de mi fidelidad. Mientras las miro bailar de forma macabra en la superficie, quisiera haber sido más inteligente— más grande, más fuerte—para haber comprendido que el silencio también puede gritar.

Así, tal vez, podría dejar de sobresaltarme ante cada sombra.

Así, tal vez, podría dejar de asustarme de mi propia respiración.

¿Cuánto ha pasado? ¿Pueden las horas medirse en litros?

Es demasiado asfixiante tratar de darle sentido a mis pensamientos. Sólo importa que él vendrá. Yo sé que vendrá.

El problema es que no encuentro la forma de destruir los sucesos que dibuja mi mente en el improvisado lienzo. Ya no encuentro la forma de volverme ciego y sentir que lo que me rodea no es— ni será— un recuerdo.

No debe serlo.

Lo prohibido se escapa de mis labios. Verbalizar mi ruego interno, me avergüenza; como si la nada detrás, aun pudiera reprenderme. El recuerdo de la caricia que siempre terminaba debilitando el llamado de atención, no debería hacerme sentir esta clase de frío que me invade. Uno que quema desde adentro.

Todo está ligado a sus palabras, a sus significados, a sus esfuerzos por darme herramientas que me harían mantenerme alejado del lugar al que pertenecía, pero me había sido vedado al nacer. Herramientas que, en el momento clave, quedaron obsoletas ante la contundencia de un brillo aséptico metalizado.

Es ahora cuando comprendo que las teorías no son nada sin la práctica. Por eso me encuentro paralizado; condenado a mirar al frente. Escuchando con vergüenza mis tardías súplicas; hallando que las palabras, no sirven para expresar la sensación deformada que tengo de un todo enquistado, adherido a la piel.

¿Cómo no advertiste que, el único vocablo que tenía valor para mí, había sido enseñado, tiempo atrás, por alguien que no eras tú? Todo nuestro tiempo no fue prestado, no: fue perdido. Me obligaste a seguirte para convertirte en una extraña. Renunciando a mí, hubieras dejado un recuerdo digno y no un envase drenado que nunca más significará madre.

El blanco al que mis ojos se aferran, se vuelve de un impoluto casi insoportable ante la remembranza del escenario al que me transporta. La transparencia que empieza a nublar las formas, me hace sentir algo que me alivia; algo que no me da miedo. Algo que me distrae de lo único que soy capaz de ver.

Lealtad, susurra el recuerdo; como una hiedra venenosa. Siete letras que ella jamás comprendió de forma cabal, insiste en puntualizar. Seguro pensó— de una manera incluso más inocente que la mía al momento de decidir— que otra composición fonética, de cuatro letras, sería más imponente que la realidad.

¡Estúpida! ¡Egoísta!, grita un hueco sordo en mi pecho. ¿Cómo pudo olvidar que los sonidos se vuelven eco? Los significados siempre se van debilitando a medida que se repiten, lanzados indiscriminadamente al viento.

Las cuatro letras no alcanzaron.

Nunca alcanzan.

La muralla eterna de nieve, los ruidos de animales en la soledad de la noche, el lado vacío de la cama. El aislamiento autoimpuesto, el miedo negado, los ojos negros que no deberían existir— pero que se revelan inocentes ante la mirada experta de quien busca excusas—, ajaron los fonemas.

BifurcadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora