Margarita

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Yo tenía un campo de rosas.
Entre esas rosas, un día empezó a crecer una margarita. No era linda, no estaba en una buena tierra para una margarita, pero ahí estaba su brote.

Yo la odiaba, odiaba a esa margarita que arruinaba mi campo de rosas rojas.

Cada día que pasaba deseaba que esa margarita desaparezca. ¿Acaso no se daba cuenta que estaba alrededor de hermosas rosas rojas y perfumadas?

A mis rosas las amaba, las cuidaba y les decía lo hermosas y perfectas que eran. Y ellas se mostraban soberbias, con su tallo largo y sus espinas afiladas, capaces de hacer sangrar a cualquiera que las ataque.
Eran peligrosas, pero eran mis rosas.

Y ahí, entre ellas, crecía la margarita, no se cómo su semilla llegó hasta ahí, se encontraba en el medio, resaltando como un feo punto blanco y amarillo alrededor de un mar rojo.

Fue creciendo, sus pétalos cambiaron de forma y se hicieron largos y finos.
Ya no la veía tan fea como antes, pero tampoco la quería, arruinaba mi manto rojo de espinas.

Un día, la vi, ahí en medio, y algo me golpeó: aquella mañana, la margarita había amanecido diferente. Era bella, delicada, resaltaba de una manera que cegaba mis ojos. Su centro era el sol y sus pétalos rayos de luz que lo rodeaban.

Y crecía, cada día crecía más y más. Y yo, yo sólo la veía a esa margarita. Quería tocarla y sentir sus pétalos, pero estaba muy lejos de mi, debía atravesar todas mis rosas para llegar a ella.

Creció hasta sobrepasar a todas aquellas rosas, que envidiosas, miraban a la espléndida margarita que subía.

No soportaba la tentación de querer tocarla. Las rosas, las rosas ya no me importaban, quería a la margarita.

Y avance, cruzando aquel océano de sangre, y todas ellas, celosas, afilaron sus espinas y me hirieron. Pero sólo hirieron mi piel, porque mi corazón, mi corazón ahora estaba fuerte, sano y alto como aquella majestuosa obra de arte blanca y amarilla.

Llegué hasta ella, roce sus pétalos, eran suaves, observe su cuerpo, era liso, completamente liso y más suave que el cielo. Y lo comprendí. Amaba más que nada a aquella simple margarita, ella no me hacía daño, ella no heria mi piel porque no tenía filosas espinas. Era hermosa.

Mi margarita estaba feliz, y yo también.

Un día fui a verla, sólo a ella, entre todas aquellas malvadas reinas rojas que me lastimaban con sólo mirarlas.

Y cuando llegué a mi campo, no estaba. Mi margarita se había ido.
Robaron mi margarita.

Las rosas se burlaban, eran tan bellas pero tan crueles ¿Por que tenía tantas? Quiero más margaritas.

Se llevaron mi margarita, y la tristeza invade mi corazón mientras las espinas lo hacen sangrar.

Esa margarita era mía. Y se la llevaron, esa margarita vino a mi campo de rosas y lo iluminó. Y ahora no está. Se fue, mi margarita se fue y la amaba.

Una simple flor me destrozó, y me dejó sola, lastimandome con las espinas de las bellas y peligrosas rosas que yo misma cuide.

Margarita, volvé, te quiero a vos, sólo a vos, no me importa lo perfectas o perfumadas que sean las rosas, no me importa. Sólo quiero tus pétalos

Margarita, volvé, salvame de este mar de belleza, sangre y dolor.

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