Capítulo 12. Parte II.

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- Necesitas salir. – Espetó Paula por enésima vez en el día. Ya me estaba hartando, pero preferí quedarme callada e ignorarla una vez más.

Ambas estábamos en el jardín trasero de la casa, el día estaba soleado, perfecto para nadar un poco. Me levanté de la silla de playa y de un clavado entré a la piscina.

- Gracias por ignorarme. – Dijo con furia contenida la rubia.

- De nada. – Respondí con indiferencia.

- No tienes remedio, Vania. – Musitó rendida. – Iré a un pub, te pediría que me acompañaras, pero ya sé cuál será tú respuesta; tú madre habló, dijo que se quedará toda la noche en el hospital. Adiós, no te mueras. – Se despidió entrando a la casa para irse a arreglar.

Pasó una hora y ya no había nadie en casa, a excepción de mí.

Por fin me sentía tranquila, relajada, supongo que estar sumergida en el agua era la causa, o al menos una de ellas. Me sentía libre, la soledad era mi mejor compañía.

Las horas transcurrieron rápidas con pequeños intervalos de lenta eternidad. Anocheció y yo aún seguía en el agua. Cuando decidí salir el frío me caló en los huesos, tomé una toalla y sequé mi cuerpo. Entré a la casa, fui directo a mi habitación y saqué de un cajón una cajetilla de cigarrillos; ellos eran mis únicos amigos últimamente.

Bajé de nuevo, necesitaba tomar algo, así que me puse una camisa cualquiera encima del traje de baño y unos shorts; salí de la casa en busca de unas cervezas.

¿Desde cuándo me había vuelto una fumadora alcohólica? No tenía idea. Además no lo consideraba un vicio ni nada parecido, al menos no al alcohol, los cigarrillos ya eran otra cosa.

Cuando al fin las conseguí, regresé a la casa, pero para mí mala suerte, en el jardín contiguo al mío se encontraba Gabriel, al parecer acababa de llegar. Al verme, me saludó.

- Hola. – contesté siguiendo mi camino hasta mi hogar.

- ¿Sabes si la hermana de Susan está? – preguntó frunciendo el ceño.

- La verdad, no. Lo siento. – respondí buscando en mi bolsillo trasero las llaves de la casa.

- ¿Qué llevas ahí? – Interpeló frunciendo aún más el ceño, señalando la bolsa en la cual llevaba las cervezas.

- N-nada. – Respondí nerviosa.

- ¿Son cervezas? Vania, tú no puedes tomar eso…

- No te preocupes papá – respondí sarcásticamente – sé lo que hago.

Al fin encontré las benditas llaves, abrí, entré y cerré la puerta antes de que me dijera alguna otra cosa.

Salí al patio trasero acompañada de mis amigos, (un par de cervezas y la cajetilla de cigarrillos). Me senté en el césped observando la bella luna que iluminaba el cielo.  El aire nocturno siempre me había parecido un buen calmante. Encendí un cigarrillo y dejé que mi mente volara.

Esperaba que Paula se tardara, no quería que llegara y me echara a perder el momento.

Dudé en si tomarme las cervezas o no; el alcohol solía hacer efecto muy rápido en mí cuerpo, pero qué más daba, estaba sola, nadie me vería.

Aún no me terminaba la segunda cerveza cuando ya empezaba a sentir su efecto relajante.

Un ruido me sobresaltó, sentía mi corazón latir a mil por hora, moví la cabeza en todas direcciones y vi la silueta de un hombre brincando la barda que dividía mi casa de la de al lado, aterrizando en mi patio.

Quería gritar, pero el pánico me secó la garganta, ¿o fueron las cervezas?

Antes de que me diera un ataque cardiaco  visualicé al hombre y lo reconocí de inmediato. Se trataba de Gabriel.

- ¡Qué diablos te sucede! – Grité encolerizada. - ¡Casi me matas de un susto, idiota!

- ¿Idiota? Esas palabras no las debería de decir una jovencita como tú. – respondió acercándose hasta donde yo estaba. – Y mucho menos debería estar fumando y tomando. – Me reprendió al ver las botellas vacías junto con el encendedor y la cajetilla.

- ¿Por qué estás aquí? – Pregunté ignorando su reprimenda. – Un caballero como tú no debería saltar la barda de un patio trasero ajeno. – Musité con sorna. - ¿Podrías irte?

- No soy un caballero, así que puedo hacer lo que quera. – Dijo con una mirada que, a decir verdad, no logré descifrar. – No me iré, estás borracha, podrías caerte a  la piscina y ahogarte. No quiero que pase algo así.

- No soy tan idiota, puedo cuidarme sola y aclarando, no estoy borracha.

- Sí lo estás. De otra manera, no creo que dijeras lo que estás diciendo ahora mismo. Lo único que harías sería sonrojarte e irte.

Lo miré furiosa, no le daría el gusto, simplemente desvié la mirada.

Nos quedamos callados un par de minutos, cuando él volvió a hablar.

- ¿Estás bien? – preguntó sentándose a mi lado.

- No. – Contesté aún sin dirigirle la mirada. Hace tanto que no hablaba con él, más sin embargo los sentimientos seguían siendo los mismo o tal vez no, tal vez sólo era el alcohol. – No estoy bien, Gabriel.

- Algo así imaginé.

- ¿Qué quieres? – Espeté nerviosa. No quería tenerlo cerca; era demasiado. Maldito alcohol.

- A ti. –Murmuró con la vista fija en el cielo. Con la mirada perdida en las grises nubes de algodón que adornaban la nocturna bóveda azul.

No dije nada. Los fuertes latidos de mi corazón no me dejaban escuchar a la sensata voz que susurraba en mi cabeza; eran susurros leves que poco a poco iban perdiendo fuerza, era como si no quisieran ser escuchados ni atendidos.

- Sé que no debería estar haciendo esto, en primer lugar porque, es un insulto hacía ti y en segundo porque… tú lo sabes. Pero tengo que hacerlo; tal vez con palabras suene peor de lo que es, porque, una cosa es pensarlo y otra muy distinta decirlo, decirlo es difícil y más cuando se sabe que se está siendo escuchado. ¿Quisieras… tú… - pero calló, no dijo nada más, o eso creí yo. Al cabo de un minuto, su voz volvió a escucharse en la fría noche – Te quiero, aún no sé cuánto, sólo sé que quiero estar contigo, no me importa nada más. Sólo tú. – Lo sentí acercarse, estaba a punto de besarme y yo, a punto de dejar que lo hiciera.

- No. – Dije apenas con el corazón en la boca. – No puedes ser tan irresponsable e inmaduro; ¡Por Dios, reacciona! Tienes dos hijos y una esposa que te quieren, no lo eches a perder todo por alguien que ni siquiera vale la pena. Porque, ¡yo ni siquiera lo valgo! – Grité con las lágrimas saliéndose de mis ojos – Entiéndelo, no cambies lo mucho que tienes por tan poco. No lo hagas.

Y fue ahí cuando sentí, después de tanto tiempo, nuevamente sus labios rozando los míos.

¿Mis palabras? Se las llevó el viento

¿Mis pensamientos? Se los llevó aquel beso.

Mis manos actuaron por sí solas. Sus manos también.

La casa estaba vacía y nosotros, nosotros desesperados por sentirnos. Nada malo pasaría, porque nadie estaba ahí para vernos, nadie lo sabría y entonces jamás habría sucedido. Sería algo que jamás pasó. Algo irreal que nos pertenecería sólo a los dos.

Entramos a la desolada morada, las luces estaban apagadas, ni siquiera ellas serían testigo de nuestro inmoral acto.

No supe cómo, pero subimos hasta mi habitación sin que nuestras bocas dejaran de abrazarse. Al llegar, nos acostamos en la cama; las cortinas estaban cerradas, al igual que la puerta. Estábamos solos.

Él y yo.

Lo que pasó después no sabría cómo describirlo, ni siquiera estaba segura de que hubiera palabras para hacerlo. Todo fue hermoso, sublime, perfecto.

La moral no existía en aquella pequeña habitación, el mundo tampoco.  

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⏰ Última actualización: Nov 02, 2013 ⏰

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