Pensamientos:

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Desde el día en que Lord Voldemort conoció a Ania todo cambió para él. El hombre oscuro, obligado a estar solo encerrado en su mansión hasta recuperarse totalmente, no dejaba de pensar en la chica... A la mañana cuando se lavaba los dientes, al mediodía cuando almorzaba unos pegajosos fideos, a la tarde cuando leía tres veces la misma página sin poder concentrarse, al anochecer cuando alimentaba a Nagini y hasta a la madrugada cuando daba vueltas en la cama sin poder dormir. Incluso en sueños la imagen de la chica lo perseguía acechándolo detrás de cada recoveco de su mente.

Su preciosa medalla había quedado desplazada a un segundo puesto en sus pensamientos y si pensaba en recuperarla era sólo para volver a ver a Ania. Quería hablar con la chica, saber más sobre ella, sobre su vida. Le había resultado tan parecida a Georgina que en su trastornada mente eran la misma persona. Voldemort anhelaba recuperar una amistad que ya no existía así que quería que Ania reemplazara a su madre en ese puesto. Además que la chica le había parecido hermosa.

Cuando Voldemort caía en la cuenta de estos pensamientos se enojaba consigo mismo sin poder creer cómo era posible que a él le interesara una mujer muggle. Así que terminaba engañándose así mismo con el cuento de que pensaba mucho en ella porque era ella quien tenía su medalla. Y de esta forma ese día podía dormir en paz. Sin embargo en sus largas noches de insomnio no había mucha paz ni tranquilidad ya que a esto se le sumaba el hecho de que Ania parecía haberse esfumado de la tierra. No aparecía por ningún lado.

La última noticia que el hombre oscuro tenía sobre la chica era de que Ania había estado un tiempo en casa de la familia de la Auror Tonks y que Dumbledore en persona había ido a verla para luego trasladarla... sólo Dios sabe dónde. Ésta información confidencial la había obtenido de su mortífago infiltrado en la Orden del Fénix, pero el hombre le aseguró que no tenía idea de a dónde había sido trasladada y que nadie perteneciente a aquella sociedad secreta sabía de su paradero, ya que Dumbledore lo mantenía en secreto. Así que la pregunta de ¿dónde estará Ania?, habitaba con frecuencia la mente de Lord Voldemort.

Desde hacía varios días que sus mortífagos seguían a casi todos los miembros de la Orden, pero nada en claro habían obtenido de aquella vigilancia y que pareció confirmar lo que Snape ya le había dicho, el paradero de Ania sólo lo conocía Dumbledore. El problema era que nadie tenía idea de a dónde iba Dumbledore en las vacaciones de verano y todo parecía suponer que la chica estaba con él. Esto a Voldemort no le hacía ninguna gracia, aparte de estar actuando contra el tiempo para recuperar la medalla, el hecho de que la chica fuera trasladada a Hogwarts en una semana lo ponía nervioso. Él sabía muy bien que allí no podría tocarla. Necesitaba atrapar a Ania antes de esa fecha. Por eso le había exigido a sus mortífagos que si no descubrían su paradero los iba a castigar de nuevo y esta vez sería peor.

El Señor Tenebroso en ese momento estaba esperando el almuerzo, cruzado de manos y sentado frente a una larga mesa vacía. Le había encargado a una de sus mortífagas que le alcanzara la comida de ese día porque ya no podía digerir las porquerías que él mismo se cocinaba en esa casa. La última vez por poco no se había intoxicado al echarle al guiso un hongo que confundió con una cebolla, y ni hablar de que casi quema la casa cuando se prendió fuego la cocina. Así que esta vez había llamado a Bellatrix Lestrange para que se la alcanzara. Recordaba que la mujer solía cocinar bien... ¿o era el marido? De todas formas, sea quien sea, tenía mucha hambre.

Ya llevaba media hora de retraso y el hombre se estaba impacientando. Delante de él estaba puesta la mesa para uno, no vaya ser que a la mujer se le ocurriera la mala idea de quedarse a hacerle compañía. En el pasado había disfrutado de la compañía de Bella, era inteligente, adoraba las artes oscuras, era sumisa y hacía de buena gana todo lo que él le exigía. De esto se había aprovechado muchas veces llegando hasta un extremo que él no podía seguir permitiéndolo... si alguien se enteraba... La mujer estaba casada, y no es que le tuviera miedo al marido que era un inútil, sino que la respuesta era más simple, ya no le interesaba ni despertaba en él ni el más mínimo placer su compañía.

El alma perdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora