Pensamientos en una Botella

Águila

He conocido a un águila. Sí, de estas que son grandes y fuertes, y vuelan alto mientras las plumas le hacen cosquillas en las alas.

La encontré en el camino fuera de mi mundo, aunque ya me había parecido verla en la Tierra de Nadie.

Al parecer le tuve que resultar interesante, pues me siguió fuera de esas dos trincheras y me observaba desde la lejanía.

La había visto antes, posada en las ramas de los árboles más cercanos a mí, pero igualmente distante.

Desde el principio había querido acercarme a ella, acariciar sus plumas de un color tan extraño que bajo el sol parecen doradas, o incluso dejar que usara mi brazo de apoyo, pero era tan grande y reflejaba tanto poder en la mirada que me sentía un poco intimidada bajo sus ojos.

Pero entonces, mientras seguía caminando hacia ningún lugar, vi que algo me protegía del calor del sol, y al levantar la vista, vi que el águila volaba por encima de mi cabeza, calculando el ángulo de la luz solar sobre mí para protegerme de ella con su propia sombra.

Pasaron los días, y el águila siempre estaba ahí, protegiendome del sol aunque se mostrara distante y apenas me mirara. Era como si quisiera preocuparse por mí sin hacerlo del todo.

Era una de esas noches en las que me senté a un lado del camino para descansar y sanar mis heridas, cuando el águila llegó junto a mí por primera vez, mirandome con desconfianza y precaución.

Estiré la mano hacia su cabeza, y fue ella misma la que dejó que la acariciara. Fue entonces cuando comprendí que ella también había sufrido por el acto humano.

Poco a poco le fui contando dónde empezó el camino, le conté mi temerario viaje a la tierra de nadie, mi relación con el amor... Le dije incluso que había hecho daño a un enorme lobo.

No sé cómo, pero el águila confía en mí, y más de lo que debería, y ella lo sabe, pero creo que ve en mí algo que le hace saber que es así como debe ser, aunque no le guste del todo.