La noche cálida se prestaba para una botella de cerveza helada más, pero la mente soñolienta me exigía terminar la jornada en el preciso momento en que decidí tomar las llaves del auto y despedirme del grupo de amigos que, con fallidos intentos, trataban de convencerme de que me quedase un rato más. Aún era temprano, la medianoche estaba distante, pero mis ojos cansados, potenciados por algunas copas, solo querían cerrarse en la oscuridad de mi cuarto. Las calles estaban sospechosamente vacías, salvo por algunos transeúntes que parecían aprovechar el cálido aire veraniego para salir a caminar con sus perros. La ciudad me pareció hermosamente iluminada y callada, con cierto aire de desolación que la hacía atractivamente misteriosa.
Saludé al portero como todas las noches al dejar el auto en el garaje, bajaba un poco el sonido rasposo de su vieja radio de mano y con una sonrisa de horrible dentadura me devolvía con entusiasmo el saludo. Entré al edificio y opté, como siempre, por llamar al ascensor derecho. Aunque estuviese disponible jamás tomaba el izquierdo: una mala experiencia de tres horas encerrado en él habían generado en mí cierto desdén y fobia por aquel ascensor.
23:30
Una vez en casa, no tardé en cambiarme de ropa y meterme en la cama; el reloj, uno digital de luces verdes que me regaló una tía por algún cumpleaños, marcaba “11:30 p.m.”, cuando cerré los ojos y me dormí casi al instante. Pareció un sueño eterno aquel momento, uno del que nunca despertaría, pero cuando finalmente lo hice, me encontré en una habitación oscura de la que se desprendían apenas del fondo negro las figuras de los objetos, recortadas por la tenue luz verde que irradiaba el reloj marcando la hora 00:00. Tan solo media hora hube dormido, y si no fuese por la oscuridad y el pesar de mis párpados, producto del sueño que aún persistía intensamente en mí, hubiese dado por hecho que era ya de día.
00:00
Cerré los ojos nuevamente. Esta vez no logré conciliar el sueño, por alguna razón una sensación de intranquilidad comenzó a invadirme progresivamente. Comencé a inquietarme, a girar de un lado a otro en la cama, llegando al punto de sentir bronca. Finalmente la inquietud espontánea empezó a tomar otra forma, ya no solo era inquietud ilógica, ahora sentía la perturbadora sensación de que algo me acompañaba en la soledad de la habitación.
Encendí la luz del velador, me senté, respiré profundo y me autotranquilicé un instante, luego apagué la luz y volví al intento de conciliar el sueño. No pasaron muchos minutos cuando sentí muy suave y lentamente un roce sobre mi piel. Abrí los ojos en la oscuridad y me quedé acostado en la misma posición que me encontraba sin moverme, tratando de descifrar si se trataba solo de una mala pasada de mi mente agotada o si realmente había sentido aquello. Ya no volvió a suceder. Aún así me sentí intranquilo, por lo que encendí nuevamente la luz y observé en derredor si la gata se encontraba por allí. Nada.
Decidí volver a mi ya frustrante empresa de dormir, esta vez con la luz encendida. Apoyé la cabeza sobre la almohada: por nada en el mundo abriría los ojos hasta bien entradas las luces del día. Pero aunque la mirada esté velada por los párpados bajos, la claridad de la luz es percibida sutilmente a través de ellos, y, en efecto, aquel velador incandescente estaba lo suficientemente cerca de mi cara como para no percibirlo aun con los ojos cerrados. Pronto aquella percepción de luminosidad desapareció por un minúsculo intervalo de segundos al cabo de los cuales nuevamente retornó, repitiendo este proceso un número de veces consecutivas lo suficiente para que abriera los ojos y notara la parpadeante lámpara encenderse y apagarse una y otra vez. Finalmente la lámpara acabó su danza lumínica macabra para quedarse oscurecida sin más lapsos de luz, en tanto en mi interior parecía condensarse la lava furiosa de un volcán que iría a estallar iracundo en cualquier momento.
Cierta adrenalina recorría cada filamento de mi cuerpo, sentía que algo desde algún rincón del cuarto me observaba latente. De nuevo el roce delicado sobre mi piel. ¿Otra vez mi imaginación? No. Realmente las sábanas comenzaban a acariciar mi anatomía al moverse lentas pero claramente perceptibles hacia abajo… Alguien las estaba jalando. No me atreví a hacer nada, solo sostuve las sábanas y traté de ignorar lo terrorífico de la situación como si nada estuviera ocurriendo. Aunque por unos minutos contuve la calma, pronto mi escasa serenidad se quebrantaría absolutamente.
Cerré los ojos, decidido a olvidar todo lo que hasta aquí extrañamente había pasado, cuando de pronto, como si a mi lado se hallase alguien o algo, oí un sonido chirriante y relativamente fuerte, un ruido que se asemejaba al crujir de los dientes cuando las hileras de ambos maxilares se golpean una contra la otra, acompañado, luego, del zumbido de lo que parecían ser algunas moscas a mi oído, un zumbido que poco a poco fue intensificándose al punto de sentir como si un enjambre de avispas africanas revoloteara alrededor de mi cama. Fue entonces cuando abruptamente me senté, y en un arrebato de furia grité: “¡Si vas a aparecer, aparece ahora…! ¡Muéstrate de una vez ante mí o deja de molestarme!”.
Silencio absoluto. Fastidiado, volví nuevamente la cabeza sobre la almohada. El reloj marcaba “02:15 p.m.”.
02:15
Pasaron tan solo segundos cuando sentí repentinamente el peso de algo sobre la cama, aunque mi corazón pareció detenerse por un instante terrorífico, pronto el maullido suave de la criatura me confirmó que se trataba de la gata. Me erguí apenas hacia adelante en el afán de tomar al animal para acercarlo a mí, pero no la encontré. Tanteé en la oscuridad tratando de hallar inútilmente a la gata. Nada. Finalmente me senté a fin de alcanzar con las manos los extremos más alejados de la cama.
Y la vi, allí frente a mí, parada al pie de la cama, dibujada apenas su figura negra contrastada con la oscuridad de fondo invadida de formas verduscas, alta y siniestra, una sombra humanoide de aspecto lóbrego, sin rostro, sin rasgos, solo negrura.
Movido por un impulso mecánico, llevé mis manos a la cara tapándome el rostro. Mi cerebro no lograba procesar lo que acaba de ver. El corazón me latía fuerte, la sangre quemaba por dentro, mi cuerpo todo temblaba estremecido. Otra vez el maullido de la gata, delicado, apacible, sentí que se acercó hasta mí y comenzó a restregarse por mi brazo hacia la espalda. Descubrí mi rostro entonces, pero para horror de mi espíritu, la sombra fantasmal seguía allí ubicada en el mismo lugar que antes.
Esta vez contuve la vista sobre el espectro, que parecía estar estáticamente mirándome…, inerte, vacío, siniestro. No me atreví a hablarle, no me atreví a mover un solo dedo, únicamente maullidos que rompían el silencio acompañaban a la negra muerte en aquel cuarto maldito. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo ese ser espectral parado frente a mí, pues el miedo me arrastró a una parálisis que me abstuvo del tiempo y del espacio.
La luz del velador simplemente se encendió en un nuevo parpadeo intermitente y aquel demonio sombrío ya no estaba. Un instante después la lámpara se detuvo en la luz. Ya no dormí. El reloj marcaba las 03:00 de la mañana.