Agonía Mental

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La lluvia caía en el parabrisas del auto.

Cuando tomaste dirección hacia Rivers Ville no pensaste que una llovizna cualquiera pudiera convertirse en esas perlas gigantescas de agua semisólida que ahora maltratan el mercedes del noventa y cinco desde la defensa hasta los faros de luz insípida que advierten a los coches de atrás sobre tu presencia.


Despejas tu mente de los reproches que te hará tu padre sobre el auto que él cuido tan bien desde su juventud y que ahora el clima despedaza. Te dirá que es tu culpa por no seguir su consejo de posponer tu viaje hasta pasada la lluvia .

Pierdes tu mirada hacia el frente del parabrisas intentando buscar la luz de algún letrero que oferte un Motel o al menos uno que diga los kilómetros que faltan para llegar a tu destino: misión errada. La intensa lluvia no te deja ver más que pocos metros delante de los faros para niebla que en ese momento descubres tan inútiles.

En un brote de lucidez, contrario al ensimismamiento en el que te encontrabas hasta entonces, te haces consciente de que vas a 120km/h en una carretera en malas condiciones y en medio de una tormenta propia de las selvas de Sudamérica, a pesar de lo lejos que estás de esa región geográfica. Ves enfrente un voladero. La pregunta es si intentarás frenar de inmediato con el riesgo de que un coche llegue detrás inadvertido o si ejecutarás una maniobra para salvar el desfiladero.

Alcanzas el freno de mano y de un solo impulso lo jalas con fuerza; debiste darle mantenimiento al auto como dijo tu padre. Los frenos fallaron y tu visita al voladero es inminente.

Despiertas tiempo después tendido al suelo en una especie de escuela en medio de la nada, es un edificio más bien lúgubre. Miras la fecha en tu reloj: miércoles 22, tú saliste el lunes 20. Ahora miras la hora; a pesar de marcar las doce de la tarde, pareces estar en medio de una noche eterna; quizá se deba al exceso de nubes que cubren el sol. Aún llueve un poco, según tus cuentas estuviste dos días inconsciente. El frío te carcome los huesos.

Por fin decides levantarte y averiguar lo que pasó; llega a tu mente un recuerdo vago del accidente. La pregunta ahora es: ¿Dónde está tu auto? Y sobre todo, ¿qué haces ahí?

Exploras a fondo tu alrededor. Aparte de esa construcción inconcebible en la que estás sumergido, notas una pequeña fuente de aguas lodosas; tierra mezclada con el color verde de las algas que cual seres vivos se adhieren a los elementos primarios: los minerales y el oxígeno que les proporciona el aire. Volteas de lado a lado. Miras sin observar los pasillos laberínticos, las paredes enmohecidas por años de aislamiento, los monolitos calcáreos que, por la falta de luz, se vuelven monstruos heliogabálicos ante la percepción de tu mirada.

Más allá de la locura de la obscuridad descubres una puerta color ámbar distinta de las que te rodean y pasan desapercibidas por su gris rata, insípido y despreciable. Entras y esta te conduce a un modesto recibidor y más adelante un corredor magnánimo. A pesar de lo roído de la fachada, el interior de la construcción parece estar atrapado en un trozo eterno de tiempo, inamovible.

Volteas solo para darte cuenta que la puerta ámbar por la que entraste ha desaparecido. La preocupación se hace más latente cada segundo; comienzas a andar con paso dramático y veloz sobre el corredor que ahora te revela una nueva serie de pasadizos entrecruzados e intersectados sin sentido alguno; sigues sin saber dónde estás. Según tu reloj, han pasado un par de horas más. El ánimo decae y el terror aumenta. Caes de cansancio. Por fin despiertas después de una breve ensoñación alucinatoria.

A lo lejos, en el paraje de sombras burdas y puertas infinitas que crees haber atravesado cien veces encuentras al fin una figura humana con el rostro devorado por las sombras; después de la desesperación que te produjo la ilusión de haber vagado una eternidad por ese edificio sin encontrar la salida, luego de vagar por caminos inconmensurables perdidos en sí mismos y puertas innumerables, este bulto desconocido te proporciona la tranquilidad de los cielos.

Al menos hasta que totalmente despersonalizado oyes su respuesta a la única frase que puedes citar en ese momento. La efigie heliogabálica, con una voz maquiavélica pero extremadamente solemne y púdica, responde de inmediato a tu cuestionamiento con una oración que te hace quedar inconsciente:

-Así que… Míster Henry, confírmeme por favor que esto es lo único que recuerda antes de aparecer en la puerta de este hospital psiquiátrico.

-¿Cómo saberlo, doctor? ¿Cómo saber siquiera si lo que vivo ahora es real?

Creepypastas cortosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora