Todavía me cuesta creer que me esté pasando todo esto. Hace una semana era un hombre normal, tenía trabajo, tenía amigos, tenía una vida común. Y ahora... Ahora rezo por mi vida, rezo porque ella no vuelva.
Todo empezó el lunes de la semana pasada, mientras ejercía mi labor como miembro del cuerpo policial en una escena de crimen un tanto llamativa. Era, literalmente, un baño de sangre: habían encontrado el cuerpo de un hombre en los baños de un bar de carretera, a las afueras del pueblo en el que vivo. Una gran cantidad de sangre adornaba y teñía los blancos azulejos, y sus órganos y extremidades cercenadas yacían esparcidos por el suelo. Había sido torturado hasta la muerte.
No había ningún indicio de que alguien, además de la víctima, hubiese estado ahí. No conseguimos sacar información o rastro alguno de la escena, y el forense tampoco dio alguna pista de utilidad que nos llevase al asesino. De alguna forma, los datos de la investigación se filtraron y el pueblo se enteró de que no teníamos pista alguna. Ahí surgieron los rumores. Algunos alegaban que había sido un fantasma, un demonio, algún espíritu enojado... Tonterías, pensaba yo, hasta que una de esas noches el mismísimo responsable me hizo una visita inesperada.
Eran alrededor de las doce y media de la noche. Estaba agotado, había pasado todo el día fundiéndome el cerebro en ese caso. Me tenía intrigado, pero a la vez exhausto, fastidiado. Además, al día siguiente tenía que dar una rueda de prensa, así que lo mejor era irme a la cama a descansar un poco.
Al menos, esa era la idea. Justamente cuando fui a meterme a la cama, oí algo extraño proveniente de la cocina. Me invadió un estado de alarma, pensando que era un intruso. Tomé mi pistola y fui hacia allá, despacio. Cuando me asomé por la puerta de la cocina no había nada, además del tarro de galletas tirado en el suelo, hecho pedazos. Justo al lado estaba mi gata, así que pensé que había sido ella la responsable del desastre. Suspiré, dejando mi arma en la encimera, y me dispuse a recoger el desorden.
Acto seguido, regresé a mi habitación. Entré y noté que la luz estaba apagada, aún cuando yo la había dejado encendida. Pasé el interruptor, y no hubo diferencia. Me distraje tanto intentando encender las luces, que no recordé que mi pistola se había quedado en la cocina. Cuando un destello de memoria me lo recordó fui inmediatamente a por ella: no me convenía estar desarmado con un asesino suelto.
Me detuve en la puerta de la cocina al ver a una persona sentada en la encimera, de espaldas a mí, que según me decía el ruido, estaba comiendo algo. Quise tomar mi arma para poder defenderme, pero ya no estaba: debío haberla tomado. Me volví a fijar en mi visitante, un tanto bajo según noté, y llevaba puesta una sudadera con lo que parecían ser orejas de oso en la capucha. Visto que no podía hacer nada más, encendí la luz: el extraño se quedó absolutamente quieto.
—¿Hola? — Le dije, pero no contestó. Empecé a sudar frío y me invadían los escalofríos.
El intruso giró lentamente la cabeza hacia mí, y luego todo el cuerpo. Se mantuvo inmóvil entonces, pero ahora mirando hacia mí. Pude ver que no se trataba de un hombre. Era una niña, o una adolescente más bien; no más de diecisiete años. Cabello no muy largo, rizado, cobrizo; pero con una máscara blanca aunque muy sucia, con una amplia sonrisa de agujeros y ambas cuencas eran demasiado oscuras como para ver sus ojos.
Hubo un momento de silencio que sólo amplificó mis nervios. No sabía qué hacer y la imagen de aquella chica me paralizaba. De repente, saltó de la encimera y corrió hacia mí: reaccioné al instante, saliendo deprisa de la cocina y cerrando la puerta tras de mí. Pedí refuerzos a la policía, sin saber qué hacer; pero cuando llegaron, no había nadie.
Al día siguiente, luego de dar la conferencia, me encontré con mi vecina cuando me disponía a abrir la puerta de la casa.
—Dejó la música puesta toda la tarde, no sé si lo notó.— Me dijo la amable señora. Lo extraño es que no recordaba haber hecho eso en ningún momento.
Entré a la casa, y tal como dijo ella, sonaba música de algún lado. Era una versión un tanto más lenta y tenebrosa de "Smell Like Teen Spirit". Traté de encender las luces, pero nuevamente se habían fundido los plomos. Eso me recordó a la noche anterior, y no pensé mucho para desenfundar el arma. Me acerqué temeroso al salón, y allí estaba esa niña nuevamente, acariciando a mi gata y mirando fijamente la TV.
La pantalla estaba en negro, pero la música provenía de ahí. Le apunté con el arma y le grité:
—¡¿Quién eres?! ¡¿Qué quieres?!—
Ella me miró con cierta confusión, ladeando la cabeza; centró su mirada en algo que parecía estar detrás mío, así que me giré asustado para encontrarme con... Nada. Volteé nuevamente hacia ella pero ya no estaba ahí, sólo mi gata y una nota junto a ella. La tomé, y decía así:
Ya no quedan galletas...
Decidí distraerme de eso. Me aseguré de que todas las puertas y ventanas estaban cerradas y aseguradas, y me fui a dormir.
Dos días después, tuve la suerte de oír a unas mujeres cotilleando sobre la víctima del caso en el que estaba trabajando. Dijeron varias cosas, entre ellas, una que me llamó mucho la atención.
—A mí me parece que se ha hecho justicia. Sea quien fuese el responsable, ha vengado a la antigua mujer y a la difunta hija de ese sinvergüenza...—
Si mal no recordaba, la víctima había tenido a su esposa y a su hija, pero ambas habían muerto en extrañas circunstancias. Todos culpaban al marido, a mi víctima, pero no consiguieron pruebas sólidas contra él: sólo encontraron el cadáver de la mujer, pues, el de la hija nunca apareció.
Busqué información de aquel caso en Internet, y hubo una foto que me llamó la atención: eran la esposa y la hija de la víctima. En esta la niña llevaba la misma sudadera con orejas que la chica que me atormentaba por las noches, e igualmente era pelirroja y de cabello rizado. Además de eso, ojos grises y piel pálida, como su madre.
En eso se cortó la luz de nuevo. Antes de que pudiera levantarme, volvió, pero en la pantalla de mi PC ya no estaba la foto. En su lugar, había un documento de texto. Lo abrí inmediatamente.
Era muy guapa, ¿verdad?
Apagué el ordenador de inmediato, algo asustado. Oí una risa macabra proveniente de la cocina. Corrí hacia allá, apresurado, y me encontré con mi gata en el suelo, con el vientre abierto a la mitad. Me arrodillé ante suyo, empezando a llorar, y al levantar la mirada vi una frase escrita con sangre en la pared.
No me compraste galletas.
Volví a oír esa maldita risa diabólica detrás mío, y al girarme le vi a ella con un hacha ensangrentada en la mano. Antes de poder lanzarme a atacarla, la luz volvió a cortarse y no pude ver nada. Me acurruqué en una esquina, y ahí me quedé toda la noche. La luz nunca volvió. Al día siguiente, al ver que había faltado a mi trabajo, mi compañero vino por mí a casa. Como la puerta no tenia seguro entró y me encontró ahí, sentado en la esquina de la cocina.
No la he vuelto a ver desde entonces, pero no puedo olvidar aquella risa demoníaca. No puedo dormir, porque siento que ella está detrás mío... observándome... y en cualquier momento, va a venir por mí. Todos los días bajo al supermercado a comprar galletas. Suena estúpido, pero me hace sentir más seguro. Aunque...
Nadie está seguro con ella cerca. Ni siquiera tú.