Desde que tenía uso de razón había decidido matarlo. Para ella no había más razones que las que le daban su cara inocente y su tono cínico cuando le llamaba. Desde que sus ojos se cruzaron ella había decidido matarlo. No tenía mucho que hacer, porque él llegaba borracho varios días a la semana.
Ese día durmió un rato, pero tenía toda su conciencia volcada en matarlo. Esperó dormida, sin perder la atención a cualquier sonido en la cerradura.
Serían más o menos las 3 de la mañana. Hacía mucho calor, más de lo normal en una noche de verano. No había ruidos en la casa más que el crujido de la madera. Hasta que sintió algo… Era el auto.
Despertó enseguida y se levantó despacio, sin hacer ruidos, sigilosa. Contó los pasos y sintió la cerradura, el giro de la llave y finalmente el picaporte girando, la puerta se abría y se cerraba a los pocos segundos. Un pesado cuerpo se dejó caer en el recibidor.
Una puñalada primero en la espalda, y un grito muy fuerte. Logró quitarle el cuchillo y arremetió de nuevo, esta vez en el estómago y en el pecho, una, dos, tres, siete, catorce, diecisiete, veintiún, veinticinco veces. Sus gritos se fueron haciendo más leves conforme aumentaban las puñaladas.
-¡A tu padre, miserable! ¡A tu padre!