Capítulo 20: El... ¿peaje?

2.4K 273 39
                                    


Al ver el candado me paralicé. Vuelvo a mirar hacia lo alto de la tapia y no necesité mucho fósforo cerebral para concluir que era infranqueable sin ayuda humana o de alguna maquinaria. Aguzo el oído para intentar determinar si en tal casa habría alguien que me pudiera descubrir en tan incómoda y difícilmente explicable situación, pero me parece que reina el silencio. De todas formas y por si las moscas, me devuelvo a la tapia del fondo por si Leo todavía está allí; lo llamo en voz baja pero no me contesta, por lo que supuse que había vuelto al interior de la casa a vestirse y ordenar la sala antes de que su madre volviera. Intentando no caer en la desesperación observo con detenimiento todo el panorama a mi alrededor y veo que la tapia lateral es bastante más baja y por lo tanto, quizás, podría treparla; sin embargo eso me llevaría a caer en el patio de otro vecino y no sé si por allí podría salir a la calle o por el contrario, caer en las fauces de unos propietarios desconsiderados e intolerantes con los tiernos e inocentes niños que invaden su patio trasero. Con el fin de no romper mi uniforme, tomo un banco redondo que hay en el patio y lo pongo contra la cerca para que me sea más fácil de sortearla, pero antes de hacerlo, miro que no hubiera moros en la costa. Con el paisaje despejado, me dejo caer en el nuevo patio, el cual, aunque no era muy grande, tiene una linda piscina rectangular, un poco más chica que la que hay donde Anita. Me apresuro a rodear la casa para llegar a su corredor lateral me encuentro que también está cerrado con tapia y su puerta, con su respectivo candado.

—¡Demonios! —me dije en voz no muy baja—. ¿Por cuántos patios tendré que pasar para poder llegar a la calle?

Me devuelvo por el costado de la casa pero al llegar a la esquina veo que de su interior sale un tipo con uno de esos coladores de red en la punta de un largo mango, dispuesto a sacar algunas hojas de la piscina. Vuelvo a quedar paralizado escondido en la esquina de la casa y preguntándome cómo era posible que estas cosas me pasen a mí, que soy un dechado de virtud y la esencia misma del buen comportamiento. De seguro me descubrirá, llamará a la policía y me procesarán y encarcelarán por violación de domicilio. En realidad no sé qué hacer. Estoy más acostumbrado a tratar y lidiar con chicos, no con hombres pasados los cuarenta como el tipo del colador, quien probablemente sería el dueño de casa y futuro denunciante y demandante de mi encarcelamiento. ¿Esperar a que termine de colar la piscina? ¿Y si luego sigue barriendo o cortando el césped o simplemente se pone a descansar en uno de los bancos que la rodean? Pienso que, sin más opciones, lo mejor es salir y entregarme; así quizás el hombre se apiade de mí o por lo menos, sea un atenuante en mi condena carcelaria. En el momento en que voy a hacer mi aparición frente al tipo que colaba pacientemente las hojas del agua, escucho una voz que me sobresalta y que a mi parecer, proviene de alguna ventana del segundo piso:

—¡Papá! ¡Teléfono!

—¡Voy! Baja y termina tú de juntar las hojas, Raschid.

—¡Uf! ¿Eso no le toca a Musta?

—Pero hoy no puede. Venga, no seas holgazán y ayúdame.

—OK, OK; ya voy —dijo la voz—. Me cambio y bajo.

La voz se oía muy joven y además, había llamado al tipo del colador, «papá» y como la curiosidad (¡maldito vicio!) siempre me ha dominado, con todo cuidado me asomo para intentar ver a su dueño, que por lo escuchado, se llama Raschid. No pensé que fueran inmigrantes árabes o algo así, pues hablan español sin acento, así que lo más probable es que los mantuvieran por tradición. Al asomarme y mirar hacia arriba, me da un respingo no sólo por ver el origen sonoro, sino porque nuestros ojos se encontraron, o sea, me vio. Quedo congelado, por millonésima vez, consciente de que no tenía para dónde huir. El hombre del colador entra en la casa y al momento baja el tal Raschid, habiendo de camino recibido la posta del colador; pero en lugar de ir directamente para la piscina, cuando vuelvo a abrir los ojos, lo tengo de pie enfrente de mí.

SexohólicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora