Capítulo 27: El universo se confabula

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Lo primero que hago, pasado el melifluo incidente fraternal entre Rodri y Fran, es llamar a mi casa y para variar, inventar otra mentira. Le digo a mi madre que en la noche me había encontrado con Fran y que me fui para su casa por un momento a ver una peli y que me quedé dormido, que no me sentía bien, seguro por el sereno que había cogido en el jardín y que por eso no llamé antes. Para mi sorpresa, mi madre ni se había enterado de que yo no había dormido en mi cuarto, pero de todas maneras se iba a dar cuenta cuando me llamara a desayunar para ir al colegio y no me encontrara.

Con todo ese asunto, Rodri, como iba para la universidad, optó por llevar en el coche a Fran al colegio y de paso, dejarme a mí en mi casa, por lo que yo, sintiéndome mucho mejor, me dispongo a hacerme el desayuno, pues mis papás ya se habían ido a trabajar. Con el tema de que no me sentía bien, mi madre no puso objeciones para faltar al colegio por lo que, desayuno en paz y me dispongo a dormir. Lo necesito. Pasé una noche horrible, además de en vela.

Mi cama me recibe como una tarima recibe un saco de patatas: caigo como un cuerpo muerto y me enrosco con mi almohada. No quiero pensar. No quiero recordar... sólo quiero dormir.

Me despierto pasadas la una de la tarde y como tengo pereza de hacerme algo para almorzar, decido lo más fácil: pizza express. Enciendo la televisión y me pongo a esperar mi almuerzo, pero siento que el sueño se vuelve a apoderar de mí, por lo que decido darme otra ducha. No hay nada como el agua tibia y abundante para restablecer el equilibrio del universo. Me ducho lenta y placenteramente, dejando que el agua cálida haga su magia y los perfumes del jabón de jojoba, el champú de manzanilla y el enjuague con áloe vera inunden mis pulmones con sus químicos aromáticos. Me cubro con una toalla a la cintura y salgo del baño con otra más pequeña secándome el cabello, sonriendo porque eso me recuerda al momento en que conocí a Felipe.

Antes de llegar a la puerta de mi cuarto, suena el timbre y supongo que debe ser mi almuerzo, aunque no oí ni moto ni coche. Como es cuestión de un segundo, decido ir a abrir... ¿Por qué el mundo es tan cruel? Sí... no hay explicación. El mundo, para ahondar mi herida y de paso echarle un poco de sal y chile jalapeño, envió con la pizza al «chico de las pizzas»... ¿Por qué no son las monjitas de la caridad, aquellas con setenta años o más, quienes repartan las pizzas a domicilio? No. No, señor... Tiene que ser un chico que no llega a los veinte años... (¿Cómo no?), con una sonrisa reluciente tal como le deben haber enseñado en la capacitación laboral y unos ojazos rasgados y verdes como... como... esmeraldas colombianas y lo único que pienso es: «"Gonzalo, contrólate... Ya lo sabes... 'autocontrol'..."».

—¿Gonzalo Rodríguez? —me pregunta con una voz que era una mezcla entre violonchelo y trueno, como uno de los Power Rangers.

—Sí —le contesto.

—Tu pizza. Pasta gruesa, pepperoni, carne, hongos, jamón, mozzarella y aceitunas.

—Gracias. ¿Cuánto es?

—Nueve ochenta y cinco.

—Dame un momento —le digo porque lo único que tenía en la mano era la toalla, no mi billetera.

—¿Quieres que la lleve a la cocina?

—¿Qué? ¡Oh! Está bien. Voy a por el dinero.

Mientras pienso y me digo y me repito «autocontrol... autocontrol...» vuelvo con mi billetera.

—Una combinación que no había visto —me dice.

—Así soy yo... me gustan las cosas exóticas —Y al momento vuelvo a pensar y a advertirme: «¡Rayos! Autocontrol... autocontrol...»

—Mucho gusto —me dice y al extenderme la mano agrega—: Kim.

—¿Eh? ¡Ah! El gusto es mío... ¿chino?

SexohólicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora