Capítulo 32: «No hay que complicar las cosas»

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Mientras hacemos la fila para la comida, Francis habla como una lora borracha y yo, absorto todavía en ese porvenir incierto y peligroso, no le puedo prestar atención. Sigo en shock como resultado de esa tragedia griega que acababa de imaginar y que, como el sueño lúcido, sentí vivir con tal nitidez que varias veces pasé mi mano por mi vientre para asegurarme de no tener la herida mortal que me tumbó a los pies de Atenea.

—No has oído ni una palabra de lo que te estoy diciendo, ¿verdad? —me pregunta Francis con sus labios con una trompa digna de un elefante camboyano.

—¿Eh? ¡Oh! Perdona. Es cierto, estoy tan preocupado que no te pude prestar atención. ¿Qué me decías? —contesto mientras con mi tenedor pongo mi almuerzo a pasear por toda la bandeja.

—Nada de importancia. Tonterías, como siempre. ¿Y se puede saber qué preocupa tanto a esa cabecita soñadora?

—Mi fiesta de cumpleaños, Francis... entre otras cosas.

—No veo por qué. Estará genial y gozaremos como enanos. Yo ya tengo pensado el disfraz.

—El mejor disfraz, Fran, será que llegues vestido de hombre-macho-varón-masculino.

—¡Idiota! Siempre estoy vestido de hombre, ¿o nunca lo has notado? —responde sin alterarse en lo más mínimo y con la boca llena de arroz.

—No importa. Y ya que lo preguntas, te digo que me preocupa que mi fiesta termine en un desastre.

—Sería un desastre si te disfrazaras de Princesa de Disney... ¡Oh! ¡Perdón! Ese no sería ningún disfraz...

—¡Tonto!

—¡Ah! A mí sí me puedes humillar con el tema del disfraz pero no aceptas la misma moneda —continúa siempre sin alterarse, como si hablara del clima.

—No es eso, Fran; y lo sabes. Lo que me preocupa es en serio, porque, ¿qué tal que Leo caiga presa de un ataque de celos y en lugar de matar a los chicos, me mate a mí?

—Pues como sería el único sobreviviente —dice y pone sus cubiertos sobre la bandeja con solemnidad—, me corresponderá contestar las preguntas de los periodistas que vengan a cubrir la noticia de la masacre, pues si de Leo se trata, te matará a ti, a los chicos y luego se suicidará; y yo tendré que caminar con cuidado por entre los cadáveres cortados en piezas y el mar de sangre para no ensuciar mi atuendo de Campanita.

—¡Qué horror! ¿Tú también ves esa posibilidad?

—¡Por supuesto que no, idiota! Solo estoy exagerando la estupidez que acabas de decir. ¡Venga! Que no hay nada de qué preocuparse; y si no comes de una vez, el arroz se parecerá al iceberg que hundió al Titanic. Si en algo tienes que pensar es que esta tarde seguimos con las clases de lucha y ya estamos a un paso de lograr nuestros objetivos. Recuerda, hermanito, que a mí me faltan algunas cabezas que colgar en la sala como hacen los del «jet set» con las presas de cacería.

—Fran... debes tener cuidado, si andas de picaflor...

—Gonzalo... estás hablando con la flor, querido. Es a mí a quien tienen que picar, y no cualquier colibrí pequeñito, inocente y colorido, sino esas águilas, halcones y pterodáctilos que tenemos como compañeros, incluyendo a Leo, si no tienes objeción.

—¿Qué? Eh... ¡No! Eh... digo... no tengo objeción.

—Pues venga, que ya está todo dicho. Y en lo que a ti respecta, si vas a morir en tu cumpleaños, tienes pocos días para agotar el inventario, bombón; así que apresúrate y podrás morir feliz sin dejar nada pendiente —dice retomando sus cubiertos y disponiéndose a terminar de almorzar la torre de arroz blanco con que nos remataban, inevitablemente, las raciones de comida.

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