Capítulo 22: ¿Meditar en soledad? ¡Ja!

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El resto de la cena transcurre sin más sobresaltos. Anita intenta comentarios y preguntas que la sacaran de la duda; Fran, dejando atrás sus expresiones de franciscano penitente, come pizza a dos carrillos; Leo cuenta historias sobre su paso por el club de lucha de la universidad en la que estaba anteriormente; y mis padres, fascinados con él, lo oyen atentamente... ¿Yo? Guardo un silencio sepulcral; con bastante trabajo, porque Leo, disimuladamente, a cada momento me acaricia el muslo bajo la mesa; lo que me pone a sudar frío no tanto por el miedo a que lo descubran como por la desesperación de llevarlo a mi cuarto y volvernos a trenzar como dos boas constrictoras. Sin embargo, llegado el momento, Leo con toda elegancia y urbanidad anuncia que ya es tarde, que se retira para no molestar y porque los niños debían ir a la cama temprano para levantarse frescos para ir al colegio.

—Fran, ¿vives lejos de aquí? —le pregunta Leo—. ¿Te hago un ride?

—¡No! No es necesario —contesta Anita en su lugar—. Fran vive a sólo tres cuadras en dirección opuesta a la tuya, Leo.

—¿Tres cuadras? Es suficiente como para justificar un ride y como tengo casco extra, ya está.

Fran no discute y yo quedo dudando. No obstante, los acompaño al garaje y luego hasta la acera sin que Anita se despegara.

—Bueno... hasta mañana. Espero que llegues a casa «sin novedad» —le digo a Fran mirándolo a los ojos para que captara el mensaje subliminal.

—Descuida, Gonzalo —me responde—. Hasta donde sé y tú mismo me has contado, Leo sabe manejar su «vehículo» con gran pericia.

—Ese es el punto, Fran —le digo, y luego me dirijo a Leo—: Leo, ¿por qué no dejas la moto aquí y vamos los tres caminando a dejar a Fran? La noche está preciosa para una caminata.

—¡Ay, sí! —se suma Anita—. Vamos todos, pues como volveremos para aquí después de dejar a Fran, nadie me regañará porque camine sola en la noche.

—No hay problema —dice Leo—. Venga, Fran; ponte el casco y súbete.

—Leo... si me entero de que has violado... una sola ley de tránsito... lo vas a lamentar —le digo también con mirada fulminante.

—Tranquilo, bebé. Ya sabes que yo no violo nada.

—Fran... —le toca el turno—: si me entero de que has instigado a Leo a violar... una sola ley de tránsito o que te has hecho el loco mientras él te... eh... mientras él se brinca una señal de alto, o conduce por la izquierda o más allá del límite de cuarenta kilómetros por hora que está señalado en esta calle, tu familia se reunirá entre lágrimas en el despacho de tu abogado para la apertura solemne de tu testamento.

—Tranquilo, bebé —dice el maldito imitando a Leo—. Yo soy muy, pero muy, pero excesivamente... exageradamente, diría yo... respetuoso de las leyes.

—¡Descarado! —le digo—. ¿Así como algunas referidas a ciertos límites de edad?

—Ya sabes lo que dicen los juristas, Gonzalo: «Hecha la ley, hecha la trampa».

Leo lanza una gran carcajada y parte con Fran mientras que Anita y yo nos quedamos viendo cómo se alejaban.

—Gonzalo... bombón... —comienza Anita—. ¿No tienes miedo que Leo... eh...

—¡Ni lo menciones! —la interrumpo—. Leo, a pesar de todo lo que tú pienses y se diga de él, es un muchacho serio y jamás intentaría nada con Fran. Además, Fran no es así y por lo tanto, es imposible.

—Como digas, «bebé» —me dice y dándome los correspondientes besos en ambas mejillas me desea las buenas noches y cruza para su casa.

—¡Gonzalo! ¿Vas a entrar? —grita mi madre desde la cocina.

SexohólicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora