Capítulo 25: Una experiencia extraordinaria

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A pesar de todo lo previsible, la clase transcurre con normalidad, muy «profesionalmente», puede decirse, incluso entre Sam y Francis. Cada vez que puedo los miro pero no hacen nada que fuera muy evidente, salvado el caso de que Francis trata de ocultar de la vista de los demás que está, como a veces dice él, «como el burro de Lucas», o sea, como el «homo erectus», y no precisamente por haber alcanzado el bipedalismo. Por su parte, Leo explica y me toma a mí para hacer los ejemplos y contra todo lo previsible, también, no se pone como «el burro de Lucas», por el contrario, está muy controlado, y eso me tiene asombrado, porque yo estoy que sudo tinta, como un calamar, como una sepia... como un periódico mojado.

Lo que sigue promete más acción: los vestidores y las duchas que todos obligatoriamente debemos tomar, pues a esa hora, sólo el Club tiene acceso a esa zona del gimnasio, y por lo tanto, estamos los ocho solos.

—Espera —me dice Leo—. Tú te ducharás al final, cuando todos hayan terminado.

—Como digas —acepto sumiso y veo que Boris no objeta nada en absoluto.

Antes de entrar a ducharme, observo que los otros, mientras se visten y conversan, hacen planes para el día siguiente y me llama la atención que Sam ofreciera a Francis acompañarlo a la casa. Para mí esa es una señal de que algo estaba empezando a fraguarse entre ese par de carbones ardientes... o por lo menos, que el carbón de Francis, está pasando algo de chispa al otro. Si Sam se había ofrecido, es porque no está molesto ni enojado sino que, por el contrario, está buscando un tiempo para hablar a solas. Al despedirse de mí, Fran se limita a levantar su mano, pero yo estoy a punto de tirarle un beso al aire y subir el pulgar para desearle éxito, pero me contengo.

Con la cabeza enjabonada no puedo ver más, pero al final, después del enjuague, veo que Boris, a la entrada de las duchas me dice que acaba de recibir una llamada de su madre y debe volver a su casa de inmediato y que después hablábamos. Le digo que no hay problema y me sorprendo de que Leo no diga nada.

Al salir, Leo se ofrece a llevarme a mi casa en la moto y le pregunto si primero no pasamos por la suya, pero me contesta con un seco:

—Hoy no, bebé. No estoy de humor.

Es una respuesta tan seca, fuerte y decidida que no tengo manera de oponerme, pues siento que cualquier cosa que dijera lo pondría de peor humor; y menos, mencionar que había visto a la bruja maldita y recalcitrante de la Mariana (que se quemará en los infiernos) y que había oído la discusión que tuvieron. Decido guardar silencio y me limito a aferrarme a su cintura para no caerme de la moto.

Al llegar al frente de mi casa, me bajo y simplemente nos despedimos con un neutral «hasta mañana» y sin más, lo veo perderse calle abajo. Me vuelvo para atravesar el jardín y al ver los rododendros recuerdo: Pablo dijo que pasaría esta noche de nuevo.

Yo no me siento muy bien al ver a Leo así y decido que luego de cenar, saldré al jardín a «pensar», pero sólo para decirle a Pablo que lo dejáramos para otra oportunidad.

Cuando llega Pablo yo estoy sentado en el muro, tal como la noche anterior. Detiene la moto y la estaciona, se quita el casco y la chamarra de cuero dejando al descubierto su totalmente desnudo torso. Pablo, a diferencia de Felipe, Andrés, el chico anónimo del baño del colegio, el cajero del supermercado e incluso el propio Leo y hasta Rodrigo, es un hombre, no un chico. Quizás Rodrigo es quien más, por razón de edad, podría parecérsele, pero como estudiante y tal, no se muestra tan «masculino» y mayor, tan dominante y feroz... tan... ¡Rayos!

—Esta vez será mejor y con todas las de ley —me dice.

—Pablo... yo...

—Toma —Me ofrece un casco—. Vamos para mi apartamento.

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