Capítulo 9: No hay mal que por bien no venga

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Al fin llego al aula con sólo unos minutos de retraso; saludo al profesor y me disculpo. Al avanzar hacia mi pupitre escucho unas leves risitas contenidas que provenían de la masa de alumnos que había en el aula. Preocupado comienzo a caminar más lentamente y las risitas comienzan a aumentar; me vuelvo a mirar al profesor y lo veo que también sonríe con cierta malicia. Llego a mi lugar y tomo asiento tardando una eternidad en que mi trasero toque la madera de la silla.

—Gonzalo—me dice Fran en voz baja e inclinándose hacia mí—, traes la camisa del uniforme mal puesta.

—¿Mal puesta?

—Sí... la parte de atrás está fuera de tu pantalón.

—¡Rayos! ¿A eso se deben las risas?

—Por supuesto, tonto... ya sabes lo mal pensados que son estos forajidos.

—Señor Rodríguez —me dice el profesor—, lo que tuvo que hacer en el Club le ha exigido un gran esfuerzo, según parece.

—¿Eh? Sí... —digo sin querer entrar en detalles ni que se iniciara una larga conversación. Pero el profesor me sigue mirando, levanta sus cejas, mueve un pelín su cabeza en señal de que espera que explique. ¡Rayos!

—Eh... —sigo diciendo—, el profe de lucha... eh... es que... se llegaron a apuntar dos chicos... («¿por qué demonios no dije "alumnos"?») eh... dos alumnos más y... —hablo lentamente mientras recorro con la mirada al resto de la clase cuyos ojos están clavados en mí, sus risitas todavía flotan en el aire y parece que esperan que les relate una escena calificada «XXX»—, y como hubo que pesarlos y eso... el profe me pidió que... eh... le ayudara a devolver la báscula a su sitio... y... ¡viera usted lo que pesa ese endemoniado artefacto! Además, es de lo más incómodo de manipular porque no hay de dónde agarrarlo y...

—Gonzalo... siempre hay de dónde agarrarlo —dice uno de los mañosos «forajidos» (el que se sienta detrás de mí), y me golpea la parte de atrás de mi cabeza mientras todos rompen a reír, incluso las niñas.

—¿Eh? —vuelvo a decir pero ahora rojo como un tomate—. No... Es un aparato... horrible...

—No ofendas, Gonzalo... no llames «horrible» a eso de lo que todos los varones estamos tan orgullosos —dice otro que está sentado una fila más atrás; y junto con el anterior, chocan los cinco.

—¿Eh? —digo pasando de tomate a remolacha—. No... no... de veras...

—Pero al fin lo pudiste agarrar, ¿no es cierto? —dice aún otro más que se sienta al lado del idiota que comenzó con esto y ya las risas se podrían oír desde las aulas contiguas—. Puesto que todo parece indicarlo.

—¿Eh?

—¡Bueno, bueno... es suficiente! —dice el profesor—. Dejen al señor Rodríguez en paz con su amable disposición a la ayuda.

—Si Gonzalo ayuda de esa forma... yo nunca le voy a pedir colaboración —dice el segundo y las risas fueron aún más sonoras.

—No mientas, Andrés—le dice el primero—, que tú sabes mejor que nadie que cualquier mano es buena para ayudar cuando se necesita.

Yo no sé dónde meterme. Miro al profesor con rostro de súplica y él, en lugar de darme apoyo, se vuelve hacia la pizarra y dice:

—Ya está bien, muchachos, no molesten más al señor Rodríguez.

—Pero, profe —dice el tercer gracioso—, si uno da una mano para ayudar... ¿es necesario sacarse la camisa? —Y vuelven las risas.

—A veces, no es cuestión de sacarse la camisa, Roberto, sino de sacarse los pantalones —le aclara el segundo, que para más datos, se llama Andrés Jiménez.

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