CAPÍTULO XLII

991 133 209
                                    

—Damas, y caballeros —habló Edward con tranquilidad, en pausas breves que le hacían ver solemne y con las manos unidas la una a la otra por las yemas de sus dedos—, les presento «Minstand».

Edward giró su cuerpo un poco y señaló con su mano derecha hacia la máquina que se encontraba detrás de él. Su rostro se mostraba iluminado por su optimista sonrisa y sus ojos radiantes en excitación por mostrar a sus compañeros el funcionamiento de su más reciente creación.

Fueron tres largos meses de arduo trabajo, esfuerzo y dedicación. Con ahínco y perseverancia, Edward dedicó gran parte de su tiempo en fabricar, diseñar, programar y pulir los últimos detalles de la máquina.

Sin embargo, no estuvo sólo durante todo el proceso de creación. El profesor Kallagher permaneció a su lado como su guía en el desarrollo y programación de las funciones lógicas de la máquina; Tobias le ayudó a transportar el equipo necesario de la casa del profesor al instituto, y de vuelta, además de ensamblar algunas partes que requerían la mano de una persona fuerte, y el profesor Fawkner contribuyó a resolver los complejos cálculos que los algoritmos para el funcionamiento de la máquina requerían.

Por desgracia, no todo resultó grato para el muchacho Everwood. Debido a la gran concentración que puso en su proyecto, descuidó un poco su desempeño escolar, el cual se vio afectado al disminuir sus notas y pasar de una calificación «S» a «G» y «R». Quien primero se dio por enterado de este hecho fue su propio padre, lo que le llenó de inquietud y le hizo reunirse con su hijo en conversación privada para abordar dicho tema. Edward no mintió, pero tampoco contó una verdad completa al decir que, si bien había estado demasiado ocupado en un proyecto especial, concentrarse en clases ahora le costaba un poco más de esfuerzo debido a su enfermedad. Su padre fue comprensivo y le dijo que no se preocupara; después de todo entendía que, si la vida de su hijo se había extendido hasta ese punto, con plena consideración de los pronósticos médicos, sin lugar a dudas era una bendición. Le hizo saber que, para él, lo más importante era saber que su hijo era feliz por hacer lo que tanto había deseado todo ese tiempo y que, al final de cuentas, las cifras y anotaciones en una hoja de calificaciones no representan el valor de una persona.

De la enfermedad de Edward considero que es mejor ni siquiera tomar el tema. Es de conocimiento de todos que su mal solo llevaba un camino: empeorar de manera paulatina hasta el punto de provocar la muerte a quien afectaba; por lo que hablar de su debilitante y doloroso progreso, o del cómo ni siquiera los más modernos y poderosos fármacos de su época no lograban derrotarlo ni socavar la mayoría de sus síntomas sería caer en redundancias y vagar en caminos ya antes recorridos. Sin embargo, el joven Everwood poseía la certeza de que todo estaba por cambiar para bien suyo y que su mal dejaría pronto de ser un castigo para el muchacho.

Llegó entonces el cuarto mes, de asueto para los estudiantes de todos los niveles educativos en Couland. Era el día sábado, el sexto día del mencionado mes. Esa mañana el joven Everwood se despertó muy temprano y con grandes energías, algo inusual en su persona y que él mismo consideró como una buena señal. Después de llevar a cabo su aseo personal y ataviarse con sus mejores ropajes en color azul marino oscuro, su preferido, bajó con su familia a tomar el desayuno.

Esa misma mañana Edward se mostraba distinto. De su rostro apacible no se apartaba una sonrisa cálida y afable, y se comportaba más conversador y más abierto hacia todos sus familiares. Es notable mencionar que incluso, por primera vez en un largo tiempo, culminó todo el contenido de su plato, y permaneció más del acostumbrado tiempo en la mesa después de sus alimentos. Para la familia Everwood, verle tan rozagante, alborozado y lleno de optimismo esa mañana fue un momento que jamás se apartaría de su memoria, en particular por los infortunados sucesos que acontecieron durante el transcurso de ese día.

Edward EverwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora