CAPÍTULO XLV

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Habían transcurrido cerca de veinte minutos después de que las campanadas en el reloj del Skimmel Castburg anunciaron las cuatro de la tarde cuando Edward despertó de su letargo inducido por el fármaco. Abrió sus ojos con pesadez, y después de pestañear en varias ocasiones notó su habitación vacía, cosa que le dejó extrañado.

—¿Tobias? ¿Rachel? ¿A dónde fueron? —preguntó, y luego se incorporó en la cama—. Robert, ¿puedes venir por favor? ¿Robert? —llamó cuan fuerte su voz y sus mermadas energías se lo permitieron.

Exhausto, volvió a tumbarse sobre su cama con la mirada vuelta al techo. Sentía su mente agotada y difusa, no lograba poner en orden sus pensamientos y gastaba sus escasas energías en un intento por recordar que había sucedido con sus amigos.

—Joven Everwood, ha despertado ya —habló Robert en el momento en que cruzó el umbral de la habitación de Edward —. ¿Todo está en orden? —preguntó luego de percatarse de la expresión confusa y preocupada del muchacho.

—¿Qué sucedió con Tobias y Rachel? —inquirió.

—Se marcharon hace unas horas, joven Everwood. ¿No lo recuerda?

—Mi mente está en blanco —habló luego de menear la cabeza como respuesta a la cuestión de Robert—. Lo último que recuerdo de ellos es... —cerró sus ojos mientras hacía el intento por llevar a su memoria los hechos más recientes que logró recuperar de su memoria—... algo de un... rompecabezas y un... ¿tesoro? —Edward llevó sus manos cerradas hacia su cabeza al tiempo que emitía un leve murmullo, como un quejido ahogado—. ¿Por qué es tan difícil recordarlo?

—Me permitiré refrescar su memoria, joven Everwood. Sus amigos vinieron de visita, almorzaron con usted y al parecer hablaron al respecto de un rompecabezas y un «tesoro oculto». Después llegó el profesor con noticias favorables sobre un «experimento» que llevaron a cabo en su taller. Una vez culminada su conversación, sufrió una jaqueca fuerte y me vi en la necesidad de aplicarle su medicación, lo que provocó que cayera dormido, o más bien sedado, al poco tiempo. Después de eso, sus amigos partieron.

«Antes de irme, quiero verte sonreír una vez más; así esta alma podrá marcharse tranquila». Esa oración resonaba en la cabeza del joven Everwood como un eco; memoria fugaz que llegó hasta él después de que el mayordomo narrara los hechos. Unos ojos húmedos y una afable y minúscula sonrisa fueron su posterior reacción a este grato recuerdo.

—¿Está bien, joven Everwood?

—Sí —respondió—. Robert, necesito su ayuda.

—Dígame lo que desee, joven Everwood.

—Abra mi armario. Encontrará una caja de madera de color negro muy larga en el fondo. Acérquela a mí y ábrala.

El mayordomo asintió y procedió a seguir la orden de Edward al pie de la letra. Dentro de la caja se encontraba un artefacto de curioso aspecto. Lo conformaba una suerte de arnés metálico, el cual tenía una forma que recordaba a un esqueleto humano fabricado en láminas y barras de cobre y metal coleitande, con la diferencia de que no contaba con un cráneo y la «caja torácica» era un poco más ancha y con correas para los hombros. En las articulaciones y a lo largo de los «huesos» de los «brazos» y las «piernas» había conjuntos de engranajes, piezas de metal y pequeños motores eléctricos, todos ellos protegidos por placas delgadas de metal coleitande, además de cintas y correas de cuero y abrazaderas de metal en brazos, piernas, la cintura y la zona pélvica. Todo el conjunto funcionaba a base de la energía proporcionada por una batería Blyght, ubicada en el «esternón» del «esqueleto» y contenida dentro de una estructura de metal coleitande con la forma de un anillo.

Edward EverwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora