Capítulo 20: Te Reservo mi Última Sorpresa

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Era incapaz de mirarle a los ojos. Se agitaba perturbada mientras su túnica se deslizaba sobre el suelo, delicada, como su frágil espíritu. Amarrada a una silla, incapaz de mover el menor músculo, ya no era tan valiente. Ni tan cobarde. Ni tan traidora. No era más que una de sus cientos de presas. Tampoco con ella dudaría en hacerla pedacitos.

—Lo sabías, ¿verdad? —le cuestionó, clavando en ella sus ojos plateados. Se vislumbraban brillos de furia.

Ella no sabía a qué se refería. Ojalá la hubiera creído, aunque hubiera sido por un instante. Fue incapaz de hacer nada por salvar la vida al pobre Charles. Él no se merecía una muerte tan horrenda; no después de arrepentirse desde lo más profundo de su alma y haber hecho todo lo que estaba en sus manos por remediarlo. Pero eso ahora no importaba. Ahora estaba muerto.

Como lo estaría ella en unos segundos.

—No sé de qué habla, Señor —temblaron sus huesos al escuchar como Abraham, dejando atrás su apariencia de hombre viejo y decrépito, golpeó con fuerza e ira la pared. Sintió que el suelo se resquebrajaba a sus pies.

—¡Mientes! ¡Sabes que mientes! —negó con la cabeza. Sus mejillas se tornaban rojas de la furia—. Maldita zorra. Tú sabías que estaba vivo, ¿verdad? —la joven no hizo más que tragar saliva sonoramente—. Pagarás cara tu segunda traición. Al menos, me alegra saber que has aprendido algo útil de tu maestro.

Selladas en sus labios estas palabras, la dejó libre. O al menos, eso pensó cuando el agarre de las cuerdas fue haciéndose progresivamente débil, hasta soltar sus tobillos y muñecas. Creyó saborear por un instante la libertad. La luz al final del camino que le regalaría la ansiada paz. Pero no tenía idea alguna. Esta vez no. Ni siquiera sospechaba que se estaba cumpliendo en ella la peor condena.

Se percató de ello cuándo desapareció cualquier brillo de vitalidad en sus ojos.

Dos manchas oscuras otearon el infinito.

• • • • • ~ • • * • • ~ • • • • •

Lo primero que vieron fueron sus manos empujando la puerta. Aguantar la respiración fue un acto reflejo. Conforme Abraham avanzaba al centro de la estancia, se percató de que ambas mujeres hacían lo imposible por mantener el ambiente en más profundo de los silencios. Sin mirarle siquiera a los ojos. Resignadas a su destino.

—Me alegro de veros, chicas —el Amo cerró la puerta tras de sí. Ellas no contestaron—. Os veo un poco pálidas. ¿Os encontráis bien?

Sharon pudo ver a aquel monstruo acercándose hasta ella. Se arrodilló, clavo su vista en la figura de la pequeña y tendió su mano hasta la mejilla de la misma. No tardó ni en segundo en retirarla bruscamente de un manotazo. Podía sentir la furia y la desesperanza emanando sin control de aquel cuerpo joven y pálido como la porcelana. Se hallaba fría. Sentía la soledad de su tumba.

—No tienes ganas de jugar, ¿eh?

Sharon no respondió. En vista de esto, Abraham volvió a ponerse en pie y caminó hasta Sarah. Vio el desprecio reflejado en sus facciones. Su distintiva mueca, sus cabellos despeinados y su mano izquierda reteniendo a la derecha de lanzarse a estrangularlo. Era lista. Sabía que eso no le provocaría el menor daño.

—¿Y tú, Sarah? —se puso a su altura—. ¿También te has levantado con el pie izquierdo?

—Déjame en paz, hijo de —Sharon la observó decaída—...perra.

Scarlett: Carnival Ride (Trilogía Scarlett n°3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora