2

560 47 7
                                        


Los vikingos realmente se acercaban.
De hecho, ya habían llegado.
Y estaban mirando su trasero.
¡Paganos libidinosos! ¡Malditos libertinos! ¡Vikingos canallas! ¡Si se atreven a intentar violarme, sacaré mis tijeras y al menos uno de ellos dejará de tener esas inclinaciones lascivas!
Elswyth gimoteaba un continuo “Ooh, ooh, ooh ooh” del miedo tan mortal que tenía.
El perro y media docena de ovejas rodeaban a los hombres, y Bella ladraba eufóricamente dándole la bienvenida al sabueso que había venido con ellos. Mientras tanto, David tenía una expresión de puro éxtasis en su cara después de haber montado a la dócil Sheba.
Serena  se  habría  mortificado  si  estos  hombres  no  fueran  vikingos,  quienes probablemente  eran  testigos  de  ese  comportamiento  tan  tosco  allá  en  sus  tierras primitivas.
—Buenos hombres, ¿qué hacen aquí en mis tierras? ¿En qué puedo ayudarles? —preguntó Serena en el idioma nórdico, que era muy parecido al inglés. Había aprendido el idioma  en  los  últimos  años  cuando  hacía  negocios  con  la  lana  en  los  mercados  de Northumbria, que estaban repletos de gente descendiente de los vikingos.
Mientras hablaba con ellos, se puso de pie torpemente y puso una mano en la cadera, intentando crear una pose casual de valentía y al mismo tiempo ajustándose el velo con la otra mano. Excepto que su velo y su griñón habían desaparecido. Serena pasó los dedos por el caos sobre su cabeza y sospechó que parecía una oveja de pelo largo en llamas antes de ser esquilada. Para ser sinceros, Egbert le había dicho eso una vez en un pobre intento de animarla a mejorar su apariencia para ayudar en sus búsquedas matrimoniales. Sus uñas  se enredaron en su pelo, así que se rindió.
—Mi casa señorial está cerca de aquí —informó a los vikingos, señalando hacia el oeste—. Si lo que  buscan es comida y bebida,  mi administrador será hospitalario con ustedes y sus corceles. Esta es una propiedad pobre, pero no se asusten…
Su voz se apagó cuando se echó el pelo hacia atrás y pudo ver bien a los tres vikingos que estaban sentados sobre magníficos corceles negros, con cuero finamente labrado y adornos de plata. Ella tembló, pero no por la brisa otoñal, la cual se estaba volviendo más fuerte. Largas espadas de tradición vikinga colgaban envainadas a su lado. Tenían escudos de alto relieve sobre sus caballos. Todos eran altos y musculosos. ¡Jesús, María y José! Tuvo que morderse el labio para evitar gimotear como Elswyth.
Todos llevaban braies de lana negra y botines de cuero con ligas entrecruzadas hasta las piernas. El de la izquierda era un verdadero gigante —les llevaba al menos una cabeza a los otros dos, que ya eran de por sí altos. Tenía el pelo azul claro casi blanco que llegaba casi a la altura de los hombros. Llevaba una túnica de lana color café ajustada en la cintura, con los  hombros  cubiertos  por  varias  capas  de  diferentes  tamaños  que  dejaban  un  brazo expuesto  que  descansaba  sobre  un  hacha  de  batalla  apoyada  sobre  el  suelo.
Probablemente no había visto ni treinta inviernos, pero tenía rasgos duros que lo hacían parecer  más  viejo.  Un  parche  negro  sobre  un  ojo  completaba  la  imagen  de  soldado maltrecho.
El vikingo de la derecha tenía el cabello castaño y Serena supuso que era tan vanidoso como un pavo real. Era al menos cinco años menor que el gigante y se acariciaba su sedoso bigote. Su barba y cabello estaban tejidos en trenzas entrelazadas —un hábito que muchos guerreros tenían para evitar que el pelo se les viniera por la cara durante una batalla—pero las trenzas de este vikingo estaban entrelazadas con cuentas de colores. Lo más interesante era una línea azul en la mitad de su cara, la cual no perjudicaba su aspecto en absoluto; de hecho, algunos dirían que lo hacía más interesante. Llevaba una túnica de lana azul, que hacía juego con sus ojos y con la forma de su cara, pero en vez de llevar una manta en el hombro, llevaba una piel de zorro de color gris que iba desde un hombro hasta el otro lado de la cintura, por delante y por detrás, metida en un cinturón de cuero curtido.
El  animal  que  había  muerto  para  su  comodidad  debió  de  haber  sido  gigante.  Estaba levemente  inclinado  sobre  el  suelo,  dándole  palmaditas  al  perro  para  calmarlo  y advirtiéndole —Shhh, Bestia. Sólo es una perra despreciable. Mi buen perro, reduce tu interés por un coqueteo rápido. Le sonrió a Serena mientras hablaba, haciendo difícil saber si se estaba refiriendo a Bella o a ella.
Pero fue el vikingo del medio —que al parecer era el líder— quien llamó la atención de Serena. La cabeza de Serena, que nunca antes se había vuelto para observar la contextura tan agradable de un hombre, ahora lo hacía.
Tenía el cabello largo y de color negro, con mechones de color azul claro. Apostaría a que era el efecto causado por la exposición  al  sol  durante  varios  años  en  mar  abierto.  Era  mayor  que  el  resto, probablemente tenía treinta y cinco y era extremadamente guapo. ¡Bendito San Bonifies!
Los años le sentaban muy bien.
Su cabello también estaba trenzado, pero sólo a un lado, en donde un pendiente de plata con la forma de un rayo colgaba de su oreja. Iba vestido completamente de negro —braies, túnica y cinturón— y estaba cubierto por un manto de lana de la mejor calidad, que iba desde los hombros hasta los tobillos. El manto estaba ajustado en el hombro con un broche de oro en forma de serpientes entrelazadas con ojos de crisólitos. De su cuello colgaba una cadena con un pendiente de ámbar en forma de estrella con una gota de sangre en el centro.
— ¿Y bien? —dijo éste último, sus ojos color zafiro estudiándola con frío desdén.
— ¿Qr08;qué? —Él debió haber estado hablando mientras su mente vagaba.
—Dije,  milady  —repitió  con  paciencia  exagerada—,  que  mi  nombre  es  Darién,  Darién Chiba, y no he recorrido esta gran distancia por comida o bebida.
Ella inclinó la cabeza hacia un lado.
— ¿Entonces, por qué ha venido?
—He venido por usted, Lady Serena.
*****
—Muéstrame tu cola.
— ¿Cor08;cola…? —Serena se tambaleó por la sorpresa. ¡Oooh! ¡Cómo le gustaría coger una tajadora de la mesa y darle un porrazo en su dura cabeza al gran patán de Darién Chiba! Su referencia a una bruja era la última de las declaraciones indignantes que le había dicho desde que habían llegado, siendo la primera y más indignante que había venido desde Noruega por ella.
Estaba sentada a su lado en la mesa principal, en su salón, con una fuerte mano sujetándole el antebrazo, fijándola al brazo de la silla. De lo contrario, hacía rato que se habría ido. Él y sus dos compañeros se habían negado a perderla de vista desde que habían llegado a la casa señorial, ni siquiera cuando iba al baño.
—Escuche, eh… —El bruto le había dicho cuál era su título: un jarl[1], que estaba un escalón por debajo del rey, similar a un lord inglés. Él estaba ligado a la nobleza nórdica por la línea de sangre que lo unía a su abuelo, el famoso, muerto hacía mucho, rey Harald “Cabellera Hermosa”. Como si a ella le importara si él era un esclavo humilde o un alto jarl.
O para el caso, si era vikingo, franco o sajón. El hombre seguía siendo un patán. ¿Pero cómo debía referirse a un vikingo de alta escala? ¿Mi señor? ¿Mi jarl? ¿Mi bárbaro?—. Escuche, mi jarl…
Él soltó una carcajada.
—Llámame Darién.
Nah, una tajadora de madera sería muy poco castigo para éste. Mejor una piedra. Una muy grande.
—Bueno, ¿vas a mostrarme tu trasero y poner fin a esta molestia? Si no tienes cola… aunque estoy inclinado a pensar que una verdadera bruja sería capaz de hacer desaparecer su cola a su antojo.
A pesar de sus esfuerzos para contenerse, enseñó los dientes e hizo un silbido en ofensa.                                                    
Él sonrió.
—Si yo fuera una verdadera bruja, en este momento te lanzaría un hechizo para convertirte en sapo.
—Que así sea —se rió él—. He perdido demasiado tiempo buscándote y espero estar a bordo de mi barco en Jorvik dentro de tres días. Así que deja de fingir.
¡Aaarrrgh! Había estado tratando de convencer al terco canalla de su inocencia desde que le había contado que había venido a Graycote por la bruja que había lanzado un hechizo sobre un rey vikingo. ¡Qué historia más absurda! Sin duda estaba buscando alguien a quien saquear. Bueno, no encontraría nada de valor en su pobre propiedad. O tal vez esperaba secuestrarla para usarla como rehén. No sabía que sus hermanos no pagarían ni un penique por ella. Su único valor para ellos era el precio de novia que recibían cada vez que arreglaban un matrimonio para ella… junto con las propiedades que les eran cedidas cada vez que enviudaba, por supuesto.
Y su viejo castellano, Gerald, no sería de ninguna ayuda. Hizo una mueca de disgusto cuando su mirada se posó sobre su supuesto protector, el líder de sus soldados. Él estaba ahí, en la mesa principal, casi cayéndose de sueño y apenas era mediodía. Estos vikingos debían pensar que les había sido entregado un regalo de sus dioses paganos al ver la débil protección del lugar. ¡Ja! Aquella era una táctica deliberada por su parte. Sus prósperas granjas y ovejas contrastaban con su espantosa propiedad, la cual estaba bien mantenida y bien abastecida, pero sin adornos lujosos como tapices o vajillas de plata. Si Serena se atreviera a convertir la casa señorial hecha de piedra y madera en un castillo, Egbert y Hebert se lo quitarían en un santiamén. Lo mismo se aplicaba para los soldados bajo el mando de Gerald.
Fuertes soldados llamarían la atención de sus hermanos.
—Míralo de esta manera: no tienes hijos que exijan tu presencia aquí —dijo el vikingo.
¿Eh? Había estado medio divagando mientras el zoquete insensible parloteaba.
—Eres  libre  de  dejar  tu  propiedad  a  cargo  de  alguien  más.  De  hecho,  podrías considerar este viaje como unas vacaciones por las islas nórdicas. —Se cruzó de brazos e hinchó el pecho, satisfecho consigo mismo por haber pensado en esa ridícula explicación para sus actos.
— ¿Unas vacaciones? —Apenas podía contenerse para no gritar—. ¿No sería como comparar arrancarle las uñas a alguien con una buena manicura?
—Posiblemente —dijo él descaradamente.
Ella lo pensó por un momento.
— ¿Cómo sabes que no tengo hijos?
—Tu castellano me lo dijo.
Tendría una seria conversación con Gerald sobre su lengua suelta. Mientras tanto, si él podía sacar a relucir hijos, ella también.
— ¿Qué pensarán tus hijos de tí si te llevas a una mujer alrededor del mundo en contra de su voluntad?
Su rostro se puso rojo bajo su piel bronceada.
—No tengo hijos… que yo sepa.
Ella arqueó una ceja ante la forma en que lo dijo.
— ¿Que tú sepas?
—Mi familia o falta de ella no es asunto tuyo —le dijo fríamente y levantó una mano para evitar decir algo mas—. Hasta ahora he sido amable contigo, Lady Serena. Podemos hacer esto de buena manera o no. A mí no me importa.
—Pero…
—Recoge tus cosas, te lo ordeno. O lo haré yo. De una forma u otra debemos partir pronto si queremos armar un campamento en Aynsley antes de que anochezca.
—Pero…
Él se negó dejarle completar sus argumentos.
—Debes saber esto, milady: Yo prometí que llevaría una bruja a Anlaf, y una bruja es lo que le llevaré.
—No… soy… una… bruja —dijo ella haciendo una pausa entre palabra y palabra para que el imbécil lo entendiera.
—Entonces… pruébalo —dijo él, remedando sus pausas.
Ella se enfadó. No digas nada Serena. Mantén tu buen juicio. Tener una cabeza fría te ha sacado de situaciones peores que  esta.
—Todo el mundo sabe que las brujas tienen cola —continúo el patán.
— ¿Todo el mundo? —se burló ella.
—Eso  me  dijeron  —dijo  él  en  defensa.  Sus  maravillosas  pestañas  negras revolotearon con incertidumbre.
— ¿Quién, si se puede saber?
El rostro sin afeitar de Darién se sonrojó mientras señalaba con pesar hacia donde el gigante de un sólo ojo, Alan —el peor escaldo del mundo—, estaba bebiendo grandes tragos de hidromiel y murmurando algo como:  —Escuchen  todos,  esta  es  la  saga  de  Darién  “el  Grande”  que  conoció  a  una  bruja pastora con cabellos de fuego…
— ¿Darién “el Grande”? —preguntó Serena, incapaz de contener la risa.
Para enderezar la cola del rey
vino el guerrero valiente.
A deshacerse de su cola
aspiraba la bruja atrevida.
¿Qué cola ganará
esta batalla de colas?
Darién se encogió de hombros avergonzado y se rió de sí mismo. Eso le gustaba en un hombre —o una mujer—, la capacidad de reírse de sí mismo.
—Tienes que reconocer que toda esta situación es absurda, yo no soy más bruja de lo que tú eres un… un troll. —Sus labios se torcieron con diversión ante ese comentario—. Por otro lado…
— ¡Moza insolente! ¿Estás insinuando que yo soy un troll? —Le dio un apretón en el brazo  como  castigo,  pero  no  muy  fuerte—.  Seré  honesto  contigo,  no  puedo  dejar  de admirar tu valentía, aunque traspasa todos los límites de la prudencia. ¿Nunca te han advertido sobre pellizcarle la cola al lobo?
— ¿No querrás decir “la cola al troll”? —preguntó ella con picardía.
Él se rió.
—Lástima que no seas un bocado más apetitoso. Habría disfrutado probando tus encantos en el largo viaje a Trondelag.
Sus ojos evaluaron su figura envuelta en su túnica verde con un velo que hacia juego.
Su cabello salvaje estaba oculto bajo un griñón blanco, pero ella sabía que para él no era atractiva. Por supuesto, eran las pecas. Éstas eran repugnantes para la mayoría de los hombres, tontos supersticiosos. Y si no era superstición, entonces eran los estándares tradicionales de belleza, como tener la piel pálida.
— ¿Crees que me importa algo si me encuentras hermosa como una diosa u odiosa como un erizo? He enterrado tres maridos. El próximo hombre, sea mi esposo o no, que intente degustar mi mercancía, lo hará por encima de mi cadáver.
La boca del vikingo se abrió por la sorpresa. Luego se dio una palmada en la rodilla.
— ¡Por la sangre de Thor! Tu lengua no tiene ni un poco de sentido común. ¿No sabes que podría sacar ese apéndice hablante de tu boca, cortarlo con un simple movimiento de mi espada y cocinarlo para la cena?
Esa  era  una  imagen  que  no  necesitaba  en  su  cabeza.  Decidió  utilizar  una  táctica diferente.
— ¿De verdad crees en brujería?
—Sí. No. —Se tocó la barbilla pensativo—. Tal vez.
Ella  inclinó  la  cabeza,  intentando  comprender  cómo  un  hombre  que  parecía  ser inteligente —bueno, por lo menos no un baboso sin cerebro—, podía creer en la magia negra.
—Debes entender que las tierras nórdicas son duras y salvajes, especialmente en el norte de Noruega. Todo es muy diferente a Inglaterra, incluso a Northumbria —le explicó él—. Hay veces que en verano hay luz del día continua, así como a veces hay inviernos de sólo oscuridad. En una tierra donde reina la oscuridad por largos periodos de tiempo, es fácil ver cómo la gente se vuelve supersticiosa. Ellos creen que las criaturas mágicas: las huldras, los nisser, las fosas sombrías y los nokken[2], vienen de lo más profundo del bosque; que  bajan  de  las  montañas  y  emergen  de  los  ríos  y  fiordos.  Las  brujas  no  son  nada comparadas con eso. Oh, se me olvidaba. También están los elfos, los gnomos y los troles.
—Alzó las cejas en forma juguetona ante esta última palabra—. Aunque no todos ellos son bestias malvadas. Algunos de ellos son juguetones, alentados por Loki, nuestro dios de las travesuras.
—Además, debo contarte la historia del rey Harald "Cabellera Hermosa". A pesar de que uno de sus hijos, Ragnvald Rettlibeine de Hadeland, practicaba las artes mágicas, mi abuelo despreciaba a los hechiceros y la magia. Al final le ordenó a su otro hijo, Eric "Hacha Sangrienta", que matara a su hermano. Eric no sólo hizo eso, sino que también mató a otros ochenta hechiceros. Así que sí, creo en las artes oscuras.
—Humph! —Todo eso eran tonterías para Serena. Pero justo ahí se le ocurrió algo. Ese guerrero feroz podría vencer a sus hermanos de un manotazo, si así lo quería. ¿Qué pasaría si ella se fuera a las tierras nórdicas con él por un tiempo, sólo hasta que sus hermanos desistieran de sus esfuerzos de casamenteros? ¿No sería esa una forma de resolver los problemas  de  ambos?  —el  vikingo  cumpliría  su  promesa  de  llevar  a  una  “bruja”  para remover una maldición, y ella escaparía de un cuarto matrimonio.
—Suéltame, vikingo —dijo ella, mirando el brazo que seguía atrapado contra la silla por el agarre de sus largos dedos—. Me gustaría oír más sobre tu misión. Exactamente, ¿cuánto tiempo pasaría hasta que yo pudiera regresar a Nothumbria?
—Mi deber termina una vez que te presente ante el rey Anlaf
Ella inclinó la cabeza con desconcierto.
—Estoy casi seguro de que Anlaf te enviará a casa con un escolta armado después de que la maldición sea removida, pero pienso que para entonces las aguas ya se habrán congelado. Así que yo diría que podrás regresar a casa para la Pascua.
¿Casi seguro? Luego, las otras palabras llamaron su atención.
— ¿Pascua? ¿Pascua? Pero si eso es en seis meses. No puedo irme por tanto tiempo.
¿Qué pasaría con tejer en el invierno? ¿Los partos de primavera? ¿Y la primera esquila?
Tengo que cuidar más de cien ovejas aquí en Graycote. —Lo fulminó con la mirada y luego concluyó—: es imposible.
—No tienes opción.
—Eso ya lo veremos. No quiero tomar medidas drásticas, pero lo haré si me siento obligada,  vikingo.  Entonces,  dime.  ¿Exactamente  a  qué  personaje  de  la  alta  sociedad vikinga se me acusa de haber maldecido?
— ¿Han habido tantos?
¿Ha habido tantos? —Repitió sarcásticamente en su cabeza—. No, no puedo recordar uno siquiera. —Hizo una pausa mientras un recuerdo se apresuró a su cabeza—. Excepto…
¡Oh!, ¿no estarás hablando de ese asalto vikingo a la Abadía de Santa Beatriz que ocurrió el año pasado?
El asintió.
—Ése era el rey Anlaf, de Noruega.
Su frente se arrugó por la confusión.
—Yo pensaba que Haakon "el Bueno" era el rey de Noruega.
—Bueno, sí, mi tío Haakon es el rey de toda Noruega, pero también existen reyes menores. Mi primo Anlaf es el jefe, o rey menor, de una región de Trondelag.
—Tu tío… tú primo... ¿Reyes? —balbuceó.
— ¡Al fin! ¿Ahora entiendes?
— ¿Entender? Ese bruto, tu primo, estaba a punto de violar a la hermana Mary Esme.
Él se encogió de hombros.
—Y lanzaste una maldición sobre él.
— ¿Lo hice?
—Y sacudiste el velo mágico.
— ¿Qué velo mágico?
—El velo de la Virgen. Por cierto, no te olvides de llevar contigo el velo azul. Anlaf querrá verlo cuando quites la maldición.
Serena cerró los ojos con frustración.
—Ese velo azul es el que yo uso, y no lo estaba sacudiendo. Se me cayó de la cabeza durante la lucha para quitarle a ese bárbaro de encima a la hermana Mary Esme.
— ¡No estarás hablando en serio!
—Y otra cosa, puede que yo haya maldecido al hombre, pero no puse una maldición sobre él. Hay una gran diferencia.
— ¿Estás intentando confundirme con tus palabras?
No sería muy difícil.
— ¿Acaso no dijiste: "Por el velo de la Virgen, que se te caiga el miembro si cometes este acto malvado"?
Hubo un largo silencio durante el cual Serena trató de asimilar sus palabras. Se ruborizó con vergüenza y luego preguntó con asombro: —¿Y se le cayó el miembro?
—Nah, solamente se torció.
— ¿Que hizo qué? Oh, no puedo creer lo que dices. ¿Su miembro se torció? —Serena se ahogó de risa.
— ¡No es gracioso! —protestó él, golpeándola fuertemente en la espalda para detener su ahogamiento.
—Oh, sí, sí lo es. Pero, por favor —dijo ella mientras se secaba las lágrimas con el borde de su velo—, no me digas que tú y ese rey tan tonto como un asno esperan que yo toque su… cosa.
Darién hizo un gesto despreocupado con la mano.
—Yo no sé qué ritos usan las brujas para enderezar la lanza de un hombre. No me importa si lo tienes que tocar o no. Sólo quítale el hechizo.
— ¿Y si no puedo hacerlo?
—Hay leyes sagradas en los thing —nuestra forma de gobierno—, según las cuales las brujas pueden ser apedreadas o ahogadas, eso sí son brujas malas. —Entrecerró los ojos para estudiarla por un momento—. Por cierto, ¿eres una bruja buena o una bruja mala?
—Aaarrrgh!
—En realidad, no importa. Dudo que Anlaf espere a que se celebre un thing en caso de que no puedas remover la maldición.
— ¿Ah?
—Anlaf no dudará ni un momento en cortarte la cabeza.
r08;r08;r08;r08;r08;r08;r08;r08;
—No tienes que estar vigilándome todo el bendito tiempo.
— ¿No?
— ¿Qué tiene que temerle un gran y temible guerrero como tú a una pequeña e indefensa mujer como yo?
Apuesto a que no eras inofensiva ni siquiera cuando estabas en el vientre materno. Me parece que he oído que el mal genio y el cabello rubio-rojo van de la mano. ¿O sólo era algo que Alan usó en una de sus sagas? ¡Suficiente! Estoy malgastando mis pensamientos con puras tonterías.
—Me parece bien que hayas notado mi impresionante estatura.
¡Por los pies de Thor! ¿Qué tonterías estoy diciendo ahora?
— ¿Cómo podría no hacerlo si bloqueas toda la entrada?
Tenía el hombro apoyado de forma casual sobre el marco de la puerta de la recámara de Lady Serena, y tenía los brazos cruzados sobre su pecho. Le parecía que bloquear la puerta era una buena elección de palabras porque sospechaba que ella saldría corriendo en un instante si él no estuviera actuando como barrera hacia su libertad.
Golpeó un pie contra el suelo, impaciente, mientras la moza… más bien, la bruja… o la dama… amontonaba sobre su cama la ropa que pretendía llevar a Trondelag. Lo peor de todo  era  que  había  cuatro  velos  azules,  y  ninguno  parecía  mágico,  o  para  el  caso,  lo suficientemente viejo para haber pertenecido a la santísima Virgen.
Juro que si le hace otro doblez a esa túnica y alisa cada arruga en ella, voy a meter todas sus pertenencias en mi alforja y listo. Tal vez debería meter su cuerpo escuálido allí también, bien doblado en partes iguales.
Estaba claro que intentaba ganar tiempo, para qué, no lo sabía. Parecía ser una mujer inteligente… o al menos lo inteligente que podía ser una mujer. Ella tenía que saber que su suerte ya estaba echada; sería llevada ante el rey Anlaf, por las buenas o por las malas.
Aun así, Darién mantuvo su temperamento bajo control. Un buen soldado sabía esperar el momento justo para atacar. No se dejaba engañar por Lady Serena. La bruja estaba tramando algo. La delataba el movimiento nerviosos de sus dedos, y ésta no era una mujer dócil.  Se  había  rendido  muy  fácilmente  a  su  demanda  de  acompañarlo  a  las  tierras nórdicas. Siendo él una persona obstinada, sabía reconocer a una mula terca. Sonrió para sí mismo  ante  esa  imagen  y  cómo  la  remilgada  Lady  Serena  odiaría  ser  puesta  en  esa categoría.
Ella lo miró de reojo a través de sus ojos entrecerrados.
— ¿No te gustaría aceptar un Danegeld[3]?
— ¡Aja! ¿Ahora quieres sobornarme? ¿Con qué? ¿Con ovejas?
Ella se molestó con la burla hacia sus preciosas ovejas. Él se había dado cuenta, con diversión, cuando estaban de camino a la casa, de que ella tenía un nombre para cada uno de los animales balantes.
—Tal vez podría reunir algunas monedas. —Le ofreció. La sombra furtiva de sus ojos le dijo claramente que ella escondía algo. Hmmm. Pensándolo bien, el número de ovejas y ganado que había visto en las colinas, sumados a los campos bien cultivados, hablaban de una propiedad más prospera de lo que se apreciaba en la falta de guardia en Graycote, o en los  sencillos  atuendos  de  Lady  Serena.  Tal  vez  ella  atesoraba  su  oro.  ¿Pero  con  qué propósito?
En realidad no le importaba si ella era tan rica como un sultán de Bagdad o tan pobre como un campesino sin tierra.
—Le prometí una bruja a Anlaf — negó con la cabeza—, y una bruja es lo que tendrá.
— ¿Sólo por un caballo? —se burló ella.
Hacía un rato le había comentado todos los problemas que había tenido desde que el emisario del rey lo había hallado en Birka, incluyendo los incentivos que le había ofrecido Anlaf para contar con su ayuda. Su tono de burla lo irritaba. Si había estado loco o no para asumir esta misión no era asunto suyo, ni si lo hacía porque estaba aburrido o por un semental fino. No iba a permitir sus críticas.
—No te olvides de la esclava —apuntó en un intento deliberado para hacerla perder la compostura—. La que tiene las campanas. —Por alguna razón, le había mencionado el caballo y la tintineante Samirah, pero no le había mencionado nada sobre Sammy. Cuantas menos personas lo supieran, mejor; sobre todo su hermana Luna y su esposo Artemis. Ellos se pondrían furiosos si descubrieran lo que había hecho Anlaf con su hijo adoptivo. De hecho, su  ira  podría  llegar  a  causar  una  guerra  sangrienta  por  un  incidente  que  podía  ser solucionado si Darién entregaba a una bruja.
Su labio superior se curvó con desprecio.
— ¡Todos los hombres son iguales! No importa si son nórdicos o ingleses, todos actúan guiados por la cola entre sus piernas.
Darién se sorprendió ante la franqueza de sus palabras y comprendió que se refería a su comentario sobre la esclava. Él no estaba acostumbrado a esa crudeza viniendo de una dama, pero se forzó a sí mismo a mantenerse inexpresivo.
—Te superas a ti misma. Harías bien en no ganarte mi desprecio. Hablando de colas, ¿qué problemas te causa la tuya?
—No… soy… una… bruja —repitió ella, un refrán que estaba empezando a cansarlo.
—Yo pensaría que te da problemas al atender tus necesidades en el baño —dijo, como si ella no hubiera dicho nada. Ya se había dado cuenta de que ella odiaba cuando la ignoraban—. O cuando montas a caballo. Oh, oh, se me acaba de ocurrir algo…
—Eso sí que es una novedad.
Él frunció el ceño ante su interrupción impertinente.
—No soy quién para preguntar, pero… ¿tienes una cola de humor?
Se dio cuenta de que ella no quería preguntar, pero no pudo evitarlo.
— ¿Una cola de humor?
—Ya sabes… ¿se menea cuando estás de buen humor, como la de un cachorro? ¿Y se cae cuando estás deprimida, así como cuando la sangre se coagula en tu caldero mágico?
—No encuentro ni una pizca de gracia en tus tonterías. —Se mordió el labio con frustración. Había algo atrayente en la mujer cuando agitaba las plumas, pero no podía ver más allá de esas horribles pecas. Y a pesar de que un griñón cubría su pelo rubio brillante, él sabía que estaba ahí, esperando para brotar. Además, casi no tenía pechos de que hablar.
Sus preferencias no se inclinaban necesariamente hacia un frente voluptuoso, pero un frente que parecía más plano que dos huevos sobre una roca caliente tampoco le llamaba mucho la atención.
—Mantén tus ojos en tu cara, vikingo —le advirtió ella.
¡Ajá! Otra pluma agitada. Le gustaba molestarla, así que añadió: — ¡Oh, santo Thor! ¿Cómo me pude haber olvidado de lo más importante? ¿Qué haces con tu cola cuando abres tus piernas para un hombre?
Ella jadeó, pero ocultó su sorpresa rápidamente con un gesto neutral.
—Dado que soy viuda desde hace más de un año, rara vez me voy a la cama con un hombre.  ¿Será  que  ustedes  los  vikingos  sabelotodo  han  encontrado  alguna  forma  de hacerlo sin una pareja? —Batió sus pestañas hacia él como si lo dijera en serio, cuando en realidad se estaba burlando de él—. En realidad, no es que hubiera mucho acoplamiento incluso cuando tenía  un compañero… aunque no es que me importara mucho.
—Oh, señora, ése es exactamente el tipo de comentario provocativo que no debes hacerle a un vikingo. —Él le sonrió lascivamente.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Así  que  no  intentes  distraerme  con  tus  tentadoras  proposiciones,  debemos marcharnos.
—Tenr08;tentadoras —balbuceó ella.
—Por cierto, Nepherite, Alan y yo nos preguntábamos si alguna vez has bailado desnuda en el bosque.
—Bailar… bailar… oh, eres la persona más maleducada, insoportable, detestable y el patán más lujurioso que he conocido en mi vida. Y créeme, he conocido a muchos.
—Bueno,  pero  basta  ya  de  cumplidos.  No  tenemos  tiempo  para  las  bromas  de hombrer08;mujer.
Ella se irguió, insultada.
—Voltéate mientras recojo mi ropa interior, no quiero que te la comas con la mirada.
— ¿Comérmela con la mirada? ¿Yo? —Darién se puso rígido—. Señora, a pesar de que mencioné la tentación, no te engañes. Tu ropa íntima no tiene ningún atractivo para mí.
Tampoco tus partes íntimas. Tu virtud no correrá peligro en mi compañía, te lo aseguro.
Justo en ese momento, Alan se acercó desde el corredor.
—Ya he reunido provisiones de la cocina y Nepherite dice que los caballos están listos.
Darién miró en dirección a Lady Serena, sus cejas arqueadas cuestionando qué tan lista estaba.
Una oleada de pánico recorrió su rostro, haciendo que las pecas se destacaran aún más. Sin embargo, antes de que él pudiera garantizarle que iba a estar segura —al menos hasta que llegaran a la corte de Anlaf— un fuerte ruido salió de las entrañas de Darién, seguido por un retortijón más que doloroso, al tiempo que la bilis se le subía a la garganta.
Sorprendido, Darién miró primero a Alan, que lo miraba con preocupación mientras se doblaba agarrándose el abdomen, luego miró a Lady Serena, que tuvo el descaro de sonreír. Le pareció escucharla murmurar —parece que al final si tenía elección—. Sin más palabras, salió corriendo al baño.
Hubo dos cosas que Darién le escuchó decir a Alan mientras ponía una mano sobre su boca y la otra sobre su estómago, rezando para llegar al retrete antes de avergonzarse a sí mismo:  —Lady Serena, si le has lanzado un hechizo al maestro Darién, yo mismo encenderé la antorcha bajo tu hoguera. Y será un fuego que arderá muy lentamente. —Y luego— Yo creo que un buen título sería Darién “el Grande” y el Intestino Violento.
Dos días después, Darién estaba sentado sobre su caballo en el patio exterior, a punto de  abandonar  Graycote,  por  fin.  Había  estado  tan  débil  como  un  chiquillo  inexperto después de su primera vez y había perdido tanto peso que parecía un flacucho demacrado, pero estaba vivo, alabados sean los Dioses, y había habido varias veces en las últimas dos noches en las que se había preguntado si sobreviviría a las violentas arcadas y a las purgas.
—Todavía digo que debiste haberme dejado matar a la bruja despreciable cuando nos dimos cuenta de que le había lanzado una maldición a tus entrañas —se quejó Alan—.
Tal vez así el hechizo se habría desvanecido antes.
Toda  la  gente  del  castillo  —tres  docenas  de  ellos,  desde  el  castellano  hasta  las cocineras— había sido encerrada en el establo bajo la vigilancia de un severo Alan.
Cuando Darién y sus acompañantes llegaran a un pueblo, fuera hoy o mañana, mandarían a alguien para liberarlos. Había suficiente agua para compartir con los caballos y pasar un día sin comida no les haría ningún daño.
Alan dejó su puesto y montó su caballo cuando vio salir a Nepherite del gran salón. Él llevaba a Lady Serena sometida por una cuerda atada alrededor de su cuello, a pesar de que sus ojos brillaban como fuego celeste de la indignación por el maltrato de parte de sus captores, incluyéndose a sí mismo. ¡Ja! Él podría hablarle sobre verdadero maltrato.
En su mejilla derecha destacaban las marcas de la cachetada que le había dado Nepherite la mañana anterior, cuando ella finalmente había confesado su traición, aunque había afirmado que solamente le había dado una hierba, no una maldición de muerte. Además, había confesado que la poción pretendía retrasar su partida de Graycote, no causar su partida de este mundo. Ella alegó que si en verdad hubiera querido matarlo, le habría dado parte de la bebida contaminada a Nepherite y a Alan. Darién habría aceptado su explicación si ella no se hubiera negado a explicar por qué quería retrasar la partida.
Ahí fue cuando Nepherite la golpeó. Darién y Alan lo habían tenido que sostener para prevenirlo  de  herirla  aún  más.  Sin  duda,  a  Nepherite  le  habría  gustado  marcarle  la  cara permanentemente a la bruja, así como se la habían marcado a él.
Ese lado de su cara estaba hinchado y tenía un color entre amarillo y azul por la curación —una lámina rígida contra su piel llena de pecas. Había sido afortunada de que Nepherite no le hubiera tirado todos los dientes con la fuerza del golpe. El odio de Nepherite hacia las brujas se había intensificado desde su llegada a Graycote.
Darién  la  miró  con  frialdad.  La  violencia  era  algo  común  en  la  vida  de  un  vikingo, especialmente en las batallas, pero rara vez iba dirigida contra las mujeres. Aun así, no podía sentir simpatía por esta mujer después de todo lo que él había tenido que sufrir por su culpa.
Supuso que debían temerle después de lo que le hizo a Anlaf. Pero ahora los tres llevaban cruces de madera colgando de correas de cuero en el pecho. Fue idea de Alan.
Un método eficaz para alejar malos espíritus, incluyendo los poderes de una bruja, o eso decía. Además, se habían puesto sus braies al revés para confundir a la bruja —otra de las grandes ideas de Alan—, algo que era realmente inconveniente cuando iban al baño a orinar. Por último, Nepherite tenía un pequeño frasco de agua bendita que le había dado un monje en Dublín. En los últimos dos días, Nepherite roció periódicamente a cada uno con el líquido sagrado. Él tenía la intención de reponerle el líquido al ministro de Jorvik.
Cuando Nepherite roció a la bruja con una cantidad generosa de agua bendita, todos retrocedieron esperando que la piel le ardiera y se quemara. Pero no había pasado nada, excepto que parecía un pollo mojado.
Darién no estaba seguro de que estas maniobras fueran a funcionar, sobre todo cuando Lady Serena se había reído la primera vez que le había explicado su propósito, incluyendo los braies al revés.
— ¿Eres idiota? —le había preguntado.
— ¡No! —había chasqueado él. Tal vez, pensó.
Habían pasado dos días sin ningún hechizo mágico; quizá estuvieran a salvo por ahora.
Y ya era hora de abandonar esta maldita tierra sajona y regresar a Trondelag, en donde las brujas, los troles y los actos mágicos eran toda una leyenda. No podía esperar a terminar con todo este asunto. Habría abandonado esta nefasta misión hacía muchas semanas de no haber sido por Sammy.
Como las manos de Lady Serena estaban atadas frente a ella, Nepherite puso las manos en cada lado de su cintura y la levantó hasta su silla sin ninguna delicadeza. Ella llevaba puestos unos braies bajo su vestido para poder sentarse a horcajadas, algo por lo que había protestado con vehemencia, pero él le había insistido por el bien de la velocidad. Un gruñido de la dama fue su única reacción al ser tocada por un hombre que claramente la repudiaba. Y con razón.
En un momento de consciencia en estos últimos dos días, Darién había descubierto que Nepherite estaba haciendo un montón con ramas de árbol y leña en el patio… suficiente madera para alimentar una hoguera. En el medio de ésta había una estaca de madera, en la cual Nepherite pretendía poner a la bruja en el momento en que Darién muriera y se fuera al Valhalla.
Por suerte para ellos y para la bruja, Darién no había muerto.
Pero la hoguera de la bruja seguía en pie en el patio como recordatorio. Y la ceñuda Serena era muy consciente de su existencia.
Cuando la estaba acomodando en la yegua, Nepherite tiró de sus manos amarradas hacia adelante para que pudiera agarrarse de la montura. Alan ya había tomado las riendas del caballo y la guiaría.
— ¡Serás bruto! —le dijo la tonta mujer a Nepherite.
— ¡Y tú la hija de Satán! —contraatacó Nepherite.
—Si de verdad fuera una bruja, hace rato que te habría mandado al otro mundo.
— ¡Ya basta! —Rugió Darién—. Nos tomará al menos dos o tres semanas llegar a la corte de Anlaf. Déjenme decirles que me niego a tener que escucharlos pelear todo el camino.
—Pero él... —comenzó a decir ella.
—Pero ella... —comenzó a decir él.
— ¡Pero nada! —gruñó Darién frotándose la frente. Era un mal presagio tener dolor de cabeza desde antes de empezar el viaje. Fijó su vista en Lady Serena—. ¿Sí sabes montar, verdad?
— ¡Ja! ¿Y ahora lo preguntas?
La expresión en su rostro debió advertirle que estaba pisando terreno peligroso.
—Sí, sí puedo, aunque nunca lo he hecho con las manos atadas.
Él se encogió de hombros.
—Es eso o montas en mi regazo.
Ella lo miró como si le acabara de sugerir que lo montara a él en vez de a su caballo.
—Puedo montar mi propio caballo —dijo con voz estrangulada.
—Bien. Entonces vámonos.
—Ven, Bestia —Nepherite llamó alegremente a su sabueso, que estaba de pie junto a Darién.
El perro levantó la cabeza con altivez y se negó a obedecer a su maestro —algo que nunca antes había hecho. El perro había cambiado su lealtad de Nepherite a Serena desde que ésta llevara a sus ovejas y a su perra sarnosa, Bella, a un pastizal lejano. A partir de entonces, Bestia había estado abatido y enojado con frustración, ladrando hasta altas horas de la madrugada. Parecería que Bestia estaba enamorado de Bella. Su mutua y constante persecución durante los últimos dos días, con una docena de ovejas tontas siguiéndolos, había vuelto locos a todos los criados.
—Entonces que así sea, traidor. —Nepherite empujó las rodillas contra los costados de su caballo para ponerlo en marcha, al mismo tiempo que se inclinaba para darle una palmada en el trasero a la yegua de Serena.
La yegua se sobresaltó.
Y Lady Serena cayó sobre su trasero. Puesto que apenas pareció disgustada o herida, Darién asumió que su cola había amortiguado la caída.
Los tres hombres se echaron a reír.
—Pensé que habías dicho que sabías montar —murmuró Darién.
—Habrías podido avisarme, tú… tú…
Alan se rió tan fuerte que se le saltaron las lágrimas y Nepherite sonrió con deleite.
—Malditos sean todos ustedes, paganos patanes —gritó ella, luchando por ponerse de pie—. Espero que… espero que…
Justo en ese momento una bandada de gansos pasó volando sobre ellos, chillando ruidosamente… y salpicaron a los tres hombres. Lady Serena tuvo la sensatez o el buen reflejo de esconderse bajo su yegua. Así que fue la única que no fue afectada por la “lluvia” asquerosa. Tenía lágrimas de la risa cuando salió de su escondite. Darién  intercambió  una  mirada  significativa  con  sus  dos  compañeros  mientras intentaban limpiarse el excremento de ganso con retazos de tela. Y luego exclamaron al mismo tiempo: —En verdad es una bruja.

[1] Jarl: equivalente al título de conde o duque.
[2] Las huldras, los nisser, las fosas sombrías y los nokken: son criaturas del folclore escandinavo.
[3] Danegeld: fue un impuesto aplicado para el pago de tributo a los expedicionarios vikingos para evitar el saqueo y piratería en tierras de influencia.

el vikingo hechizadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora