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Cinco días después
— ¡Darién! ¡Da;ri-én Ch-ba! En el nombre de Dios, ¿qué estás haciendo ahora?
Darién puso la cara sobre sus manos ante la voz femenina y familiar que lo llamaba desde las escaleras del palacio real, en Jorvik.
—Patzite —murmuró en voz baja—, ¡lo que me faltaba!
Parada  cerca  de  la  entrada  del  palacio  del  rey  donde  vivía  su  tío,  Eric  "Hacha Sangrienta", el rey nórdico, estaba su hermana por matrimonio, Patzite. Toda Gran Bretaña estaba bajo el dominio de los sajones, excepto Northumbria, que estaba de nuevo en manos de los vikingos. Y si Patzite, una dama sajona, estaba en Jorvik, el centro vikingo de Northumbria, sólo podía significar que su esposo, su hermano Jaideite, que era mitad vikingo y Lord de Ravenshire, estaba cerca.
Con Jaideite y Patzite como testigos, nunca podría dejar este contratiempo en el olvido.
Nunca.
— ¿Qué estás haciendo aquí con todas esas ovejas? —Patzite se quedó mirándolo—.
Tú odias las ovejas. Siempre te quejaste de que las ovejas de tu abuela olían a muerto.
¿Ahora haces negocios con ovejas en vez de ámbar?
El gruñó.
— ¿Quién es ella? —preguntó Serena. La bruja estaba sentada a horcajadas sobre su yegua.
—Mi  hermana  por  matrimonio,  Lady  Patzite  —le  informó—.  Es  la  esposa  de  mi hermano Jaideite, el Lord de Ravenshire.
—Estás  emparentado  con  un  lord  sajón?  —Las  cejas  de  Serena  se  levantaron  con sorpresa—. Tienes lazos de sangre con reyes nórdicos y nobles sajones. ¿Qué sigue? ¿Un emperador bizantino?
Le habría dicho algo ingenioso y mordaz si hubiera tenido oportunidad de hacerlo.
Patzite, con los brazos en jarra, lo bombardeó con preguntas.
— ¿Por qué la mujer que está sobre el caballo tiene las manos atadas? ¿Por qué hay una cuerda colgando de su cuello? ¿Y por qué te está mirando así? ¿Eso que hay en su mejilla  es  la  marca  de  una  mano?  ¿Golpeaste  a  una  mujer,  Darién?  ¿Lo  hiciste?  ¡Qué vergüenza!
Lady Serena tenía mal aspecto. Hacía rato que se le habían caído el velo y el griñón. Por suerte no eran azules, o habría tenido que ir a buscarlos por si acaso alguno era el Velo de la Virgen. Su pelo parecía un arbusto de hojas rizadas en llamas doradas. A pesar de que el otoño estaba en todo su esplendor, su piel estaba quemada por el sol… no era una imagen agradable con esas pecas destacando aún más. Su ropa estaba sucia y desaliñada, dado que se  había  negado  a  que  Nepherite,  Alan  o  él,  la  miraran  —eh...  vigilaran—  mientras  se cambiaba.
Oyó a Nepherite y a Alan detrás de él.
— ¿Por qué ustedes tres, idiotas, están usando sus braies al revés? ¿Es algún tipo de broma? Y esas cruces… ¿desde cuándo te volviste un fanático religioso, Darién?
—Nepherite se rió, pero no por mucho tiempo.
—Nepherite,  ¿qué  te  pasó  en  la  cara?  ¿Te  caíste  en  una  tina  llena  de  tinte?  ¿Estás intentando sobresalir entre la multitud? Ah, la vanidad siempre ha sido tu punto débil y supongo que piensas que esa marca tonta es atractiva. Pues bien, no lo es.
Ahora fue el turno de que Nepherite gruñera.
—Y Alan, qué bueno verte de nuevo. ¿Se te han ocurrido nuevas sagas?
—Sin  duda,  milady.  —Alan  sonrió  como  la  luna  llena—.  Mi  maestro,  Darién  “el Grande”, ha estado tan ocupado que a duras penas puedo seguir todas sus hazañas.
—Me lo imagino —dijo Patzite, mirando a Darién con humor seco mientras articulaba en silencio—: ¿Darién “el Grande”?
Después de cinco días montando en compañía de la bruja más gruñona del infierno, seguidos por un perro pastor enamorado y media docena de ovejas que se negaban a quedarse en sus corrales a pesar de haber sido devueltas a Graycote tres veces, Darién pensó que esos serían los peores días de su vida. Pronto se dio cuenta de que lo peor estaba por venir.
Justo en ese momento, una flecha pasó zumbando junto a su cabeza, casi dándole en la  oreja  derecha,  y  se  enterró  en  una  carreta  que  pasaba  por  ahí.  Se  dio  la  vuelta sorprendido y vio un grupo de jinetes armados acercándose. Acabando de entrar por las puertas que separaban el palacio nórdico del sector comercial de Jorvik, los atacantes se encontraban lo suficientemente lejos —al menos a cinco metros— para que incluso un arquero experto apuntara con su arco.
Los transeúntes que paseaban por los puestos de los comerciantes, al igual que la gente que estaba a punto de entrar en los jardines del palacio, se quedaron boquiabiertos con  alarma  ante  el  peligro  que  se  avecinaba.  Varios  corrieron  a  esconderse  o  se escondieron bajo los toldos de sus puestos comerciales.
—Helvtis — maldijo al ver que dos nobles en el frente tenían cabello rojo que parecía un arbusto y ojos verdes—. ¡Maldición!
Nepherite, Alan y él, intercambiaron miradas de incredulidad mientras se preparaban para la batalla. Cogiendo armas y escudos, se prepararon para luchar contra cualquier cosa.
Pero ¿qué hombre en su sano juicio se arriesgaría a comenzar una pelea en la mitad de la zona comercial de la ciudad, o tan cerca del palacio y su ejército?
Uno de los malandrines pelirrojos gritó: — ¡Deténganse, ustedes, hijos de puta del Norte! —Estaba agitando una espada en el aire de forma tan salvaje que Darién temía que se cortara su propia cabeza.
El  otro  malandrín  pelirrojo  parecía  tener  problemas  para  sentarse  correctamente sobre su caballo y sostenía las riendas con las dos manos. A juzgar por el arco y el carcaj colgados de su hombro, Darién asumió que ése había sido el arquero mal entrenado que había intentado dispararle. El idiota logró hablarle a Serena con un grito estridente: —No  temas,  querida  hermana,  hemos  venido  a  rescatarte  de  este  engendro  del demonio.
¿Engendro del demonio? ¿Se refiere a mí?
—Patzite  —ordenó  Darién—,  vete  al  palacio,  allá  estarás  a  salvo.  —Ella  estaba boquiabierta, mirando la acción inminente, como si fuera una obra de teatro—. Date prisa, ¡ahora! —rugió, y ella casi saltó fuera de su piel.
Alan ya había sacado su alabarda, cariñosamente llamada “Separador de Cabezas”, de  la  correa  de  cuero  especialmente  diseñada  para  ella.  Sonriendo  con  anticipación, Alan levantó el hacha de batalla de mango largo con una mano. En más ocasiones de las que podía contar, Darién había visto cómo Alan salvaba el día durante una batalla feroz, cortando  al  enemigo  desde  la  cabeza  hasta  la  polla  con  un  rápido  movimiento  de “Separador de Cabezas.”
Nepherite se puso un casco de cuero con un protector de narices hecho de metal sobre su cabeza, acomodó su espada preferida, “Acechador de Muerte”, sobre su regazo y sonrió.
Dado que no habían practicado sus habilidades de batalla en un largo tiempo, era muy probable que disfrutara la perspectiva de un derramamiento de sangre.
Mientras los atacantes se acercaban, Darién fijó su atención en el otro noble que iba detrás de ellos —un hombre que se estaba quedando calvo, bajo y de al menos sesenta años, que era tan ancho como alto. Su pobre caballo parecía hundirse con el exceso de peso.
—Ningún bárbaro pagano roba lo que es mío —aseveró. Él, al igual que uno de los pelirrojos, estaba agitando una espada en forma peligrosa.
—Deténganse si aprecian su vida —Darién le advirtió al grupo, poniéndose de pie sobre sus estribos y con la espada y el escudo en alto. Todo el tiempo había estado estudiando al grupo: doce soldados, además de los tres nobles. Nepherite, Alan y él podrían encargarse de todos con facilidad.
De pronto, en el medio de su evaluación, Darién entendió por qué Lady Serena había intentado retrasar su partida de Graycote. Ella había estado esperando a que llegaran sus hermanos. Y ¿sería posible que ese barril de manteca humana cerrando la retaguardia fuera su prometido? ¿Acaso lo había envenenado para que tuvieran tiempo de venir a rescatarla?
Buscó sus ojos acusándola.
Ella se encogió de hombros.
—Y supongo que éstos son Lord Egbert y Lord Hebert, ¿correcto?
—Así  es  —dijo  con  menos  entusiasmo  del  que  habría  esperado  de  una  mujer esperando a ser salvada de un destino peor que la muerte: vikingos.
— ¿Y el "Lord de la Manteca"?
Sus ojos brillaron con alegría ante ese apodo, el primer signo de verdadero placer por parte de ella que había presenciado desde su primer encuentro. Era casi linda cuando sonreía… si pudiera pasar por alto esas pecas… que, por supuesto, no podía.
—Cedric —respondió ella.
—En verdad espero que estés sobre él en tu noche de bodas, si no morirías aplastada.
Ella gruñó indecorosamente.
Otra flecha disparada por uno de sus hermanos pasó volando lejos de su cabeza.
Colocó su escudo de batalla al frente de su cara despreocupadamente, paseando una mirada de pregunta entre el arquero distante y Lady Serena.
—Egbert —respondió ella a su pregunta silenciosa.
— ¿Están tratando de hacerme una advertencia?
—Nah. Simplemente es inepto.
Nepherite, Alan y él, desmontaron rápidamente y sacaron sus espadas, preparados para defenderse de los atacantes que ahora galopaban hacia el patio del castillo. Hebert casi se cayó de su montura cuando su caballo se paró en seco.
Lady Serena estaba sentada sobre su caballo como una maldita reina, ajena al peligro inminente. En realidad, estos caballeros descarriados no le harían daño deliberadamente, pero podrían matarla accidentalmente. Con un juramento por lo bajo, Darién la bajó de la silla y la empujó detrás suyo, en donde cayó de rodillas. Mientras tanto, las ovejas estaban balando, los dos perros ladrando, Patzite gritando hacia las puertas del palacio — ¡Jaideite, Jaideite, ven a salvar a tu hermano!— y los caballos sin jinetes chocaban entre ellos asustados mientras trataban de escapar del combate.
Peor aún, soldados vikingos salieron de la caseta de vigilancia y se dirigieron a sus aliados pasando por el frente de los soldados sajones.
— ¡Aaarrrgh! —gritó Serena mientras la soga alrededor de su cuello se apretaba y empujaba su cabeza hacia atrás.
— ¿Ibas a alguna parte, brujita? — susurró una voz masculina contra su oído, con un brazo alrededor de su cintura atrayendo su cuerpo ruborizado contra su cuerpo duro.
—Parece que me voy al infierno —respondió en un susurro sofocado.
—Ciertamente  que  sí  —estuvo  de  acuerdo  él  acariciándole  el  cabello…  sólo  para molestarla—. Ahora te esperan dos castigos. Uno por el hechizo de envenenamiento y otro por  mandar  a  tus  hermanos  contra  nosotros.  ¡Ah,  espera…  me  equivoque!  Serán  tres castigos. El tercero será por tu intento de fuga. —Le lamió la oreja como insulto final y Serena sintió que la indignación le llegaba hasta los pies. Y, extrañamente, también en otros lugares.
Ella luchó contra los brazos que la aprisionaban.
— ¡Oye tú, bruto sanguinario! ¿Disfrutaste de esa pelea, no es así?
—Es mejor ser el cuervo que ser la carroña. —Se rió y tiró de la cuerda alrededor de su cuello.
Serena se había olvidado de la cuerda que todavía colgaba de su cuello. Se volvió lentamente  hacia  las  garras  de  Darién.  Él  le  hizo  cosquillas  en  la  nariz  con  un  extremo deshilachado de la cuerda que debió haber agarrado cuando ella intentaba escapar. Si hubiera  estado  pensando  claramente,  habría  podido  aflojarla  con  sus  manos  atadas  y pasarla sobre su cabeza mientras la pelea continuaba.
Pero no, Serena se dio cuenta de que habría sido imposible escapar. Miró detrás de Darién y vio las seis ovejas, el carnero y los dos perros que la habían estado siguiendo, balando  y  ladrando  una  canción  traidora  que  no  podría  haber  sido  más  clara  para  el vikingo: —Ahí va ella, ahí va ella, ahí va ella.
Serena  suspiró  con  pesar.  Tendría  que  pensar  en  otro  plan  ahora  que  no  podía depender  de  Egnert  o  Hebert  para  rescatarla.  Era  obvio  que  no  eran  rival  para  las habilidades de estos hombres nórdicos. Antes de que pudiera pensar en otro plan, Darién "el Troll" dobló ligeramente las rodillas, la agarró y se la echó al hombro. Luego regresó al palacio, con los perros y las ovejas protestando y las risas y gritos masculinos alentándolo mientras pasaban.
—Me  opongo  a  tu  retirada  apresurada,  Lady  Serena.  ¿Acaso  no  te  agrada  mi compañía? —bromeó Darién.
—Me agrada tanto como me agradaría la compañía de serpientes cascabel. —Intentó liberarse, golpeándole la espalda con sus puños enlazados, fallando la mitad del tiempo gracias a que su  cabello no le dejaba ver nada. Él se rió de sus travesuras y la sujetó del trasero.
Eso la calmó… por un momento.
—Eres un bruto… un animal… un… un… ¡vikingo!
—Darién, dinos la verdad —oyó que Nepherite decía con una risa siniestra—. ¿Tiene cola o no?
El frotó todo su trasero, de lado a lado, incluso la raya, antes de anunciar:  —Nah, no tiene, pero yo creo que hay que examinar la situación más a fondo… en privado… sin estas prendas incómodas.
Se escucharon más risas masculinas, seguidas por comentarios obscenos sobre cómo proceder en ese sentido.
Si la sangre no se le estuviera viniendo a la cabeza, le habría dicho lo que pensaba sobre  su  sugerencia  indignante  y  sobre  la  crudeza  de  sus  compañeros.  En  cambio,  le mordió fuertemente el hombro y no se lo soltó.
Su aullido de dolor resonó por todo el patio antes de que sus rodillas se doblaran por ese ataque sorpresa. Se tropezó hacia adelante, llevándose a Serena con él. Ella cayó de espaldas, con las manos atadas sobre la cabeza y las piernas bien abiertas, con su túnica hasta  las  rodillas  y  el  troll  vikingo  sobre  ella,  con  su  cara  plantada  sobre  su  vientre… riéndose.
— ¿Cómo… te… atreves? —farfulló, no sabía qué le indignaba más, si su posición sobre ella o su risa. Bajó las manos atadas y lo agarró del pelo, forzándolo a quitar la cabeza de su estómago para poder dirigirse al patán directamente.
Todavía le sangraba la nariz. Una herida justo arriba de su ojo derecho empezaba a hincharse y a ponerse morada. La barba ensombrecía su cara, aunque ella sabía que se había afeitado esa  mañana antes  de  que acamparan fuera de Jorvik. Su cabello negro sobresalía en donde ella lo estaba agarrando.
A pesar de todo aquello, el hombre era extremadamente guapo.
Soltó su cabello como si quemara. Oyó una risa, levantó la vista y vio que todos los estaban mirando… algunos maravillados, como Lady Patzite y su esposo Jaideite; algunos con diversión, como Nepherite y los soldados vikingos; y algunos con contemplación, como Alan, quien estaba murmurando algo sobre sagas, poemas y cuentos de brujas… ¿o eran colas?
Serena  gruñó  y  volvió  a  gruñir  cuando  Darién  se  levantó  sobre  sus  codos,  todavía riéndose, y acomodó su cuerpo contra el suyo.
Dejó de reírse de inmediato.
Los ojos de Serena se abrieron con asombro ante el duro objeto que empujaba entre sus piernas. No se parecía a ninguno de los hilos sueltos que había experimentado con sus tres esposos. Era más como un maldito huso.
Darién gruñó también, pero éste era decididamente un sonido masculino.
— ¿Le duele algo, mi señor? —preguntó Alan.
Darién sacudió la cabeza, aparentemente incapaz de hablar.
— ¿Estás  herido?  —Preguntó  Lord  Jaideite,  solícitamente—.  ¿Debemos  llamar  al curandero del hospicio? ¿O a nuestra hermana Luna?
Darién sacudió la cabeza con más fuerza.
— ¿Es por la bruja?
Darién asintió.
— ¿Una bruja? ¿Una bruja? —chilló con horror Lady Patzite.
—Sí, la bruja con el Velo de la Virgen —le dijo Alan a Lady Patzite—. Lady Serena es una bruja.
Jaideite dejó escapar un bufido de incredulidad.
—Esas cosas no existen.
— ¡Ja! No dirías eso si fueras el rey Anlaf —intervino Nepherite.
— ¿El rey Anlaf? ¿Nuestro primo Anlaf? —Lord Jaideite parecía realmente confundido—.
¿Qué tiene que ver él con brujería?
—Esta bruja —dijo Nepherite, señalando a Serena—, lanzó un hechizo sobre el rey Anlaf.
— ¿Un hechizo? —preguntó un aturdido Lord Jaideite.
—Sí, un hechizo que hizo que su miembro se torciera —explicó Nepherite.
Lord Jaideite y Lady Patzite se miraron y luego se echaron a reír, al igual que todos los que presenciaban la escena. Los únicos que no participaron fueron Nepherite y Alan, que estaban disgustados por la incredulidad ante su historia.
Serena y Darién tampoco se rieron.
Darién le sostuvo la mirada todo el tiempo, hasta que finalmente susurró en una voz baja y seductora, como si se estuviera insinuando con más intimidad contra la cuna de sus caderas —estoy hechizado.
Nepherite debió haberlo oído porque comentó: — ¡Ohr08;oh! Entonces sí debe ser una bruja, si no nunca te habrías sentido atraído por una moza tan fea como un cerdo.
— ¡Nepherite! ¡Qué vergüenza! —lo reprendió Patzite.
Serena estaba apenas consciente de las conversaciones que giraban a su alrededor. Lo único que podía hacer era devolverle la mirada a Darién, incapaz de romper el contacto visual. Sensaciones nuevas e increíbles se desplazaron por su cuerpo. Éstas eran horribles, horribles, horribles. Y a la vez tan maravillosas que le costaba respirar.
Yo  soy  la  que  esta  hechizada,  admitió  para  sí  misma.  Y  esta  vez  cuando  rezó silenciosamente, la famosa oración anglor08;sajona tomó una nueva forma: ¡Oh Dios, por favor, protégeme de la pasión de un hombre del norte.
r08;r08;r08;r08;r08;r08;r08;r08;
—Aún pienso que deberíamos ir hasta la propiedad de Artemis y Luna y hablarles sobre la situación de Sammy —dijo nuevamente Jaideite. Había estado diciendo lo mismo en la última hora, una y otra vez.
—Nah —insistió Darién—. Ya sabes que reaccionarían exageradamente y demandarían ir conmigo. Ya tienen suficiente por qué preocuparse con el orfanato, el hospicio de Luna y sus cuatro hijos, sin mencionar el niño que viene en camino. Además, Sammy estará seguro en la corte del rey Anlaf hasta que yo llegue… sólo que un poco restringido.
Ambos sonrieron ante la imagen de un Sammy restringido. Incluso desde que había sido un niño salvaje, rescatado de las calles de Jorvik con su hermana Molly, nunca nadie había sido capaz de controlar a Sammy. Darién quería ver cómo el rey Anlaf había encerrado al hombre que había viajado a varios países en el extranjero, a pesar de su edad, en su afán por convertirse en médico, como Luna.
Darién y su hermano estaban sentados en las escaleras de piedra de la casa de vapor del rey, en los jardines del palacio, ahora de color café y durmientes por el invierno que se acercaba. Un joven sirviente alzó un balde de madera lleno de agua y la lanzó contra las piedras al rojo vivo, lo que formó más vapor. Pronto se lavarían el sudor en las heladas aguas del baño contiguo, en donde las esclavas los ayudarían a afeitarse y a ponerse ropa limpia.
Los  vikingos  disfrutaban  de  las  comodidades,  estar  limpio  era  una  de  ellas.  En  la opinión de Darién, esa era la razón por la cual las mujeres de diferentes tierras terminaban a sus pies y en sus camas de pieles. Oh, a él y a sus colegas nórdicos les gustaba presumir de su buena apariencia y de sus grandes talentos en la cama, pero sospechaba que a veces todo se reducía a que olían mejor que otros hombres.
— ¿Pero por qué involucrar a la bruja?
—Él quería a una bruja a cambio de Sammy. —Darién se encogió de hombros—. En ese momento  me  pareció  que  era  lo  más  conveniente,  ya  que  de  todos  modos  iba  a Northumbria. Sabes que podría haber ganado la libertad de Sammy, pero habría involucrado mucho dinero o peleas. Si hubiera sabido de todos los contratiempos con los que me iba a encontrar, nunca hubiera aceptado.
— ¿Pero  secuestrar  a  una  dama  de  alcurnia?  Eso  es  irse  hasta  los  límites  de  la decencia, incluso para ti.
—Una bruja de alcurnia —lo corrigió y bebió un gran trago de hidromiel—. Y cuándo dije que yo fuera decente.
—Sabes, Patzite querrá actuar de casamentera.
— ¿Con una bruja? —aulló Darién.
—Bueno, no puedes culparla. —Jaideite se encogió de hombros—. Todos sus intentos de hacerlo con otras mujeres han fracasado.
Justo en ese momento, una de las esclavas entró, cargando un montón de toallas de lino. Era rubia y voluptuosa, y aunque no estaba seguro, a Darién se le hizo conocida. En realidad, era posible que se la hubiera llevado a la cama una o dos veces antes. La mujer hizo una pequeña reverencia y lo miró con timidez.
Él le guiñó el ojo.
Ella se sonrojó.
Jaideite hizo un gruñido de disgusto.
—Creo que deberías pasar el invierno en Ravenshire con nosotros.
Darién sacudió la cabeza, pero su atención estaba centrada en la mujer que estaba inclinada recogiendo la ropa sucia que Jaideite y él habían dejado en el suelo. Su trasero estaba en el aire. Sí, ahora reconocía a la mujer.
— ¿Por qué no?
— ¿Por  qué  no,  qué?  —Se  volvió  hacia  su  hermano,  quien  estaba  sonriendo con entendimiento y sacudiendo la cabeza ante su obvia distracción—. ¡Ah…! ¿Te refieres a por qué no regreso a Northumbria? Lo habría hecho si hubiera recogido a la bruja hace algunas semanas, como era mi plan. Pero ahora no tengo tiempo, así me dé prisa por llegar a la Abadía, luego a la corte de Anlaf y por último a casa.
Jaideite presionó una mano contra su muslo con preocupación.
— ¡Ah, Darién! ¿Te está molestando la pierna?
—Solamente en invierno. Por eso es que prefiero quedarme en mi propia casa. Luego, cuando llegue la primavera, quiero ir a las tierras bálticas para la primera cosecha de ámbar de la temporada.
—Me preocupas, Darién. No siempre he estado contigo cuando me has necesitado. Me gustaría reparar mis errores del pasado.
—No  te  preocupes  por  mí,  hermano  —dijo,  poniéndose  de  pie  desnudo  ante  la sirvienta que aún estaba ahí. Sin decir palabra, levantó en brazos a la zorra, que chillaba alegremente, y se la llevó al baño, en donde su intención no era estar limpio… al menos no inmediatamente. Justo antes de que la puerta se cerrara tras él, Jaideite comentó: —Nuestra charla no ha terminado. ¿Qué vas a hacer con la bruja?
Darién le dio una respuesta grosera y explícita de dos palabras. Pero no lo decía en serio. De verdad.
r08;r08;r08;r08;r08;r08;r08;r08;
—Darién no es una mala persona —insistió Patzite mientras echaba agua sobre el pelo enjabonado de Serena. Los mechones rebeldes le llegaban hasta la cintura. Patzite había insistido en que la llamara por su nombre de pila cuando se habían separado de los hombres en el palacio, excepto por Alan, que la vigilaba desde las escaleras. Darién, su hermano y los otros hombres se habían ido al baño del palacio, en donde el vapor se llevaría el polvo y la suciedad de la “batalla”. Y contarían historias exageradas sobre la pequeña pelea que acababa de terminar.
—De hecho, Darién es uno de los hombres más encantadores que jamás haya conocido.
Y eso incluye a mi marido, Jaideite, que puede ser el más… ah, persuasivo, cuando quiere. —
Patzite  le  dirigió  una  sonrisa  cómplice  a  Serena,  como  si  Serena  pudiera  entenderlo perfectamente.  ¡Ja!  Ningún  hombre  había  actuado  de  forma  encantadora  con  Serena.
Ciertamente ninguno de sus tres esposos viejos, que creían que le estaban haciendo un favor al casarse con ella.
En cuanto a esa otra afirmación… Serena soltó un bufido sobre la opinión de Patzite de que Darién era el hombre más encantador. Patzite debía vivir en un convento.
—Darién es un troll —alegó Serena mientras separaba los mechones de cabello para poder mirar a la mujer con incredulidad.
A  Serena  no  le  preocupaban  Darién,  o  los  demás  vikingos,  o  su  cautiverio,  en  ese momento.  Estaba  disfrutando  demasiado  de  su  primer  baño  en  más  de  una  semana.
Sentada en una tina de cobre, suspiró ante la mera alegría de tener agua y jabón. Estaban en la recámara de Gyda, en el segundo piso, una vieja viuda vikinga que había sido amiga de la familia Chiba por mucho tiempo. Mientras Serena se bañaba, Gyda estaba sentada en una silla, tejiendo y escuchando los chismes sobre el palacio que contaba Patzite.
—No puedo creer que Eric "Hacha Sangrienta" sea rey otra vez —comentó Gyda, sus dedos acomodando los hilos de varios colores en un intrincado patrón nórdico—. Es como una  mosca molesta que siempre  regresa sin importar cuántas veces se  la golpee.  Por supuesto  que  no  me  gustan  los  sajones  —dijo,  enviándole  una  mirada  de  disculpa  a Serena—, pero ha sido una espina en el costado del rey Edred desde hace muchos años. Me gustaría  que  se  decidiera  de  una  vez  por  todas,  mantenerse  en  el  poder  aquí  en Northumbria o dejarlo.
—El rey Eric es el tío de Darién y de mi esposo, pero es el hombre más cruel que jamás haya conocido —le explicó Patzite a Serena, que estaba enjabonándose de nuevo el cabello.
—Desde que eran unos críos, su padre, Thork, tenía miedo de que Eric viniera por ellos —añadió Gyda—. Esa es la razón por la cual ellos vivieron conmigo y con mi Olaf durante muchos de los años de su juventud, lejos de su querido padre, que se fue de Jomsviking para protegerlos. Para todos, eran huérfanos, incluso teniendo vivos a sus familiares.
Serena dejó de bañarse.
—No lo entiendo. ¿Cómo podría el abandono de un padre proteger a sus hijos?
— ¡Ah! Entonces no sabes cómo Eric "Hacha Sangrienta" se ganó su nombre —declaró Patzite y miró a Gyda. Ambas sacudieron la cabeza con disgusto—. El rey Harald "Cabellera Hermosa", uno de los gobernantes más poderosos de Noruega, tuvo docenas de hijos e hijas, así como numerosas esposas y amantes. Él practicaba la poligamia. Eric fue cruel para conseguir la corona de su padre desde muy temprana edad. Es un hecho que muchos de sus  hermanos  murieron  bajo  su  espada  para  alimentar  esa  ambición.  De  ahí  viene  el nombre de Eric "Hacha Sangrienta".
—Y el padre de Darién y Jaideite —Thork, me parece que así fue como lo llamaste— ¿cómo encaja en esa historia?
—Thork nunca estuvo interesado en ser rey, además era ilegítimo. Pero aunque la sangre de Eric era legítima, él era odiado por la gente nórdica por su crueldad —dijo Patzite—. Eric tenía el miedo infundado de que aunque Thork había rechazado la corona, sus hijos podrían no hacerlo.
—Y así Thork le hizo creer que no tenía hijos, dejando a sus críos al cuidado de otros.
Ellos tenían prohibido llamarlo padre y él nunca les dio una muestra de afecto. Tiempo después, cuando se supo que eran sus hijos, Thork se vio forzado a fingir indiferencia. —Gyda  chasqueó  su  lengua  mientras  que  sus  ojos  se  nublaron  por  los  recuerdos desagradables—. Y su sobreprotección estaba justificada. Hubo una vez que… lo recuerdo muy bien… un vikingo malvado, Ivan “el Terrible”, le cortó el dedo meñique a Jaideite y se lo mandó a Ravenshire en un pergamino, sólo para atraer a Thork. Al final eso resultó ser su muerte. La muerte de Thork y de mi esposo Olaf.
Patzite se acercó a ella y le dio palmaditas en sus hombros temblorosos.
— ¿Y qué pasó con sus madres? —Serena estaba intentando alejar la crudeza que se había apoderado de su conversación.
—Thea, una esclava sajona, fue la madre de Jaideite. Ella murió al dar a luz —respondió Gyda—. Y Darién… bueno, su madre, Asbol, era una princesa vikinga que abandonó al chico cuando todavía andaba en pañales. Thork se ofreció a casarse con ella, pero ella quería un matrimonio con un noble y nunca quiso volver a ver a su hijo.
Todas las mujeres intercambiaron miradas horrorizadas ante el comportamiento poco natural de una madre.
—Fueron unos niños muy solitarios —continuó diciendo Gyda—, fueron criados aquí, en Jorvik, por Olaf y por mí, y luego en Ravenshire por sus abuelos, Dar y And, hasta su muerte; pero yo creo que Darién fue el que más sufrió al ser el menor. Recuerdo que el chico le preguntaba a cada mujer que veía “¿eres mi madre?” Era desgarrador, te digo. Él se quedó solo cuando tenía ocho años y Jaideite, que tenía diez, se fue a la corte del rey sajón Athelstan. Como recordarás, Jaideite es sólo mitad vikingo, pero Darién es vikingo hasta la médula. Recuerdo como proclamaba, incluso antes de tener edad para alzar una espada, que algún día sería un Jomsviking sólo para estar junto a su padre. Luego su padre murió y Jaideite  fue  enviado  a  criarse  en  la  corte.  Y  finalmente,  su  madrastra,  Ruby,  desapareció misteriosamente.
— ¡Gyda! —exclamó Patzite con inspiración repentina—. ¿Tú crees que ésa es la razón por la que Darién se ha negado a permanecer en un solo lugar todos estos años?  ¿Y el por qué no se ha casado?
—Estoy  segura  de  ello  —respondió  Gyda  con  un  gesto  enfático—.  El  chico  fue rechazado o abandonado por todos los que amaba. Así que no se preocupa mucho por nadie para protegerse de ser lastimado. Incluso de su propio hermano, al que sólo visita de vez en cuando.
—Oh, esto es demasiado. Ustedes están intentando convertir mi rabia por ese troll en simpatía. El niño ha visto treinta y cinco inviernos y si fracasa en preocuparse por alguien que no sea él mismo, es porque es un troll.
Gyda y Patzite sonrieron ante la vehemencia de su respuesta.
— ¿Tú crees…? —Patzite arqueó una ceja hacia Gyda.
—Puede ser. Puede ser —La anciana rió alegremente.
Y ambas miraron a Serena de la manera más extraña.
—Aquí tienes. —Patzite le pasó a Serena un pequeño recipiente con una crema con olor a rosas—. Tu cabello es justo como el mío.
Serena estudió los mechones sedosos de Patzite y se rió. Esa mujer debía de estar ciega.
r08;Rizado e inmanejable. He creado una mezcla maravillosa para el cabello, que doma hasta los mechones más salvajes.
Serena era escéptica, aunque esa crema en verdad olía delicioso. Normalmente no se consentía esas vanidades, pero tal vez sólo por esta vez. Patzite le habló de nuevo mientras ponía la deliciosa sustancia sobre su cabello.
— ¿Es cierto que eres una bruja?
— ¿Me veo como una bruja? —Serena se burló, pero cuando los ojos de las dos mujeres recorrieron su cuerpo lleno de pecas, se arrepintió de sus palabras. Ella era consciente de la vieja  historia  de  que  las  pecas  eran  la  saliva  del  diablo,  y  al  parecer  ellas  eran  tan conscientes como ella.
—Es  bien  sabido  que  una  bruja  no  puede  ser  detectada  por  su  aspecto.  Mira  el ejemplo  de  Gunnhild,  la  esposa  de  Eric  “Hacha  Sangrienta”  —dijo  Patzite  mientras enjuagaba la loción del cabello de Serena y le hizo un gesto para que se levantara para poder desenredarle  el  pelo—.  Sí,  Gunnhild,  la  hermana  del  rey  Harlad  Gormsson  de Dinamarca, estudió brujería cuando vivía en Finnmark, y no existía una mujer más hermosa que ella. Al menos de dientes para afuera. Se dice que Eric la rescató en un viaje de lo más extraño por el Mar Blanco y ha ganado su fuerza de sus poderes durante los últimos años.
—Por supuesto, existen brujas buenas y brujas malas.
Gyda  dejó  de  tejer  por  un  momento  y  se  quedó  mirando  a  Serena,  tratando  de determinar a cuál de las dos categorías pertenecía.
—No soy una bruja —dijo Serena, pero ninguna de las dos mujeres le puso cuidado.
—Tienes que hablar con Gunnhild esta noche cuando cenemos en el palacio —dijo Patzite—. Quizás puedan intercambiar pociones y esas cosas en medio del banquete.
— ¿Yo? ¿Yo? —Balbuceó Serena—. ¿Por qué tendría que ir a algún banquete vikingo?
—Porque eres la prisionera de Darién —declaró Patzite, como si fuera algo normal—. Y todo el tiempo debes permanecer bajo su vigilancia. Darién insiste en eso. A Darién no le gustaría que Alan, Nepherite o alguno de sus hombres se perdiera el banquete por tener que cuidarte.  —Patzite  miró  a  Serena  con  reproche,  considerándola  una  mujer  egoísta  por pensar lo contrario.
—No soy una bruja —repitió nuevamente, luego resopló con exasperación. Intentar convencer a la gente de su inocencia era como hablarle a una pared—. Al menos, ¿sabes a qué viene todo esto? ¿Tienes alguna idea de lo que ellos piensan que hice?
Gyda negó con la cabeza lentamente y Patzite habló con vacilación.
—Bueno, sé lo que Nepherite dijo en el palacio, pero me cuesta creerlo… cuéntanos tu versión.
Cuando Serena les explicó, se quedaron boquiabiertas con asombro.
— ¿Que el miembro del rey hizo qué? —preguntó Patzite con voz ahogada.
—Al parecer se torció —respondió Serena secamente.
— ¿Y tú le lanzaste una maldición para que lo hiciera? —Gyda sonrió, impresionada por la hazaña.
—Existen algunos hombres a los que no me importaría afligir con eso.
Patzite sonrió maliciosamente.
— ¿Puedes enseñarme ese hechizo?
—No soy una bruja. Es lo que he estado tratando de decirles, es de lo que me acusan, pero no es cierto.
Las mujeres siguieron sin convencerse.
—Sabes —dijo Gyda, tocándose los labios pensativamente—, me parece que ya había oído de este mal en las partes privadas de los hombres. A veces es causado por una herida que cicatriza y hace que la cosa se tuerza. Los pocos casos de los que he oído se curaron solos con el tiempo.
—Así que ¿todo lo que necesita para curarse el rey Anlaf es tiempo? —preguntó Patzite esperanzadamente.
—Puede ser. —Gyda se tocó la barbilla pensativamente—. A menos que la torcedura sea causada por la maldición de una bruja —miró a Serena fijamente.
—No soy una bruja. ¿Por qué nadie me cree? —Serena sintió ganas de llorar por la frustración.
— ¿Qué hay del hechizo del intestino que lanzaste sobre Darién? Eso sí no lo puedes negar. —Patzite cruzó los brazos sobre su pecho y asintió como si acabara de acertar un punto.
—Bueno, no, pero…
— ¡Ajá! —dijeron Patzite y Gyda al mismo tiempo.
—…pero eso era una simple hierba que crece…
— ¿Un veneno? —Arremetió Patzite—. ¿Le diste una bebida envenenada a Darién? Eso es igual de malo que una poción mágica. Yo misma te podría matar por eso.
—No era una poción mortífera… oh, para qué me explico. Nadie me cree de todos modos.
— ¡Pat-zi-te! —gritó una voz masculina desde el primer piso.
Patzite se estremeció y Gyda reunió sus artículos para tejer, preparándose para dejar la habitación.
— ¡Oh, ese bruto! Sabe que odio que me grite como si fuera una vaca en el campo.
— ¡Pat-zi-te!  —Volvió  a  gritar  su  marido—.  ¿Dónde  estás?  Hay  algo  que  quiero mostrarte.
El rostro de Patzite se volvió de color rojo brillante.
—Créeme, lo he visto más que suficiente —le informó a Serena con un guiño—. Aquí estoy —dijo, pasándole una toalla—. Mejor sécate antes de que mi esposo venga dando tumbos.
Patzite y Gyda abandonaron la habitación, riéndose.
A pesar de que la puerta estaba cerrada, Serena podría jurar que oyó a Jaideite decir: — ¡Pat-zi-te! Me cayó miel en el frente de mis braies cuando estaba en el castillo.
¿Sabes cómo puedo quitarla?
Patzite dijo algo que Serena no pudo oír, pero Jaideite soltó un gruñido de puro placer masculino ante lo que sea que le haya dicho.
Y Serena decidió que Patzite no necesitaba ninguna lección de una bruja.
Darién se apoyó contra el marco de la puerta de la casa de Patzite y observó con diversión cómo su hermano saludaba a su esposa con una palmada en el trasero y un beso profundo y ruidoso. Habían estado casados por siete años y aún actuaban como jóvenes enamorados. Habían tenido tres hijos juntos —Thorkel, Ragnor y Freydis— y otros tres que tenían desde antes de casarse… Armand, el hijo de Patzite, y Larise y Emma por parte de Jaideite.
Ravenshire resonaba con los sonidos alegres de los niños de diferentes edades y aun así, estos dos se comportaban como niños.
Había una leyenda nórdica sobre una manzana de oro y cómo muchos aventureros buscaban ese tesoro durante toda su vida, a través de muchas tierras, arriesgando su vida y su  familia.  La  moraleja  de  esa  historia  era  que  generalmente  la  valiosa  fruta  estaba creciendo en su propio huerto.
Jaideite encontró esa manzana de oro.
Darién se alegraba por su hermano, de verdad que lo hacía. No muchos hombres eran lo suficientemente afortunados para encontrar una compañera que fuera firme y amorosa. Él no lo era.
— ¿Quedó algo de hidromiel para mí en el castillo? —le preguntó Alan mientras pasaba a través de la puerta.
—Sí. No tan bueno como el que hace Patzite, pero suficiente. También hay vino frisón.
Y Nepherite descubrió un grupo de esclavas compradas a un comerciante de esclavos nubio por el administrador del rey. Dijo que una de ellas tenía una sorpresa para ti por el precio de una moneda de oro. —Darién levantó las cejas significativamente.
—Qué bueno que tengo una moneda de oro. — Alan se rió. Dudó un momento y luego añadió con una sonrisa—: te veré en el barco al amanecer.
Luego pasaron Jaideite y Patzite.
—Hemos decidido cenar con el rey y luego regresar para pasar la noche —le informó Jaideite—. Patzite no tiene ganas de dormir bajo el techo de nuestro tío. Y yo tampoco.
Darién asintió.
— ¿Vienes con nosotros?
—Ustedes adelántense. Primero tengo que buscar a la bruja.
— ¿Por qué no dejas que se quede aquí esta noche? —sugirió Patzite.
El negó con la cabeza.
—Nah, no apartaré a la bruja de mi vista hasta que estemos en altamar. Incluso estando ahí, no podré estar seguro de que lance una maldición contra mi barco si no la vigilo de cerca.
Patzite  comenzó  a  protestar,  pero  Jaideite  le  puso  una  mano  sobre  el  brazo  como advertencia.
—Déjalo así, Patzite. Ése es su problema, no el nuestro.
Entonces se fueron y Darién ignoró la reprimenda que Gyda le dio cuando caminó subiendo  de  a  dos  escalones  a  la  vez,  intentando  localizar  a  Serena.  La  noche  estaba avanzando rápidamente, y él tenía mucho hidromiel para beber antes del amanecer.
—Serena, ¿dónde estás, bruja? —Gritó, a la vez que abría la puerta de una habitación—. Es hora de…
Su voz se apagó ante la imagen frente a él. Una mujer estaba hundida hasta las rodillas en un baño de asiento. Tenía los brazos sobre la cabeza, quitando largos mechones de cabello mojado y del color del óxido de su cara. Los mechones lisos y de apariencia sedosa le llegaban casi hasta las nalgas, las cuales eran redondas, suaves y muy atractivas.
Sobresaltada, la mujer se dio la vuelta rápidamente, con los brazos aún levantados, y observó su sorpresa con la suya propia.
No importaba que su piel cremosa estuviera cubierta de pecas desde la frente hasta las  rodillas,  y  probablemente  hasta  los  pies  bajo  las  turbias  aguas.  Su  cuerpo  era espectacular. Pechos pequeños, sí, pero eran altos y firmes, con puntas de frambuesa. Una cintura esbelta y caderas estrechas. Piernas largas y delgadas unidas por una mata de rizos de  color  rubior08;rojizo  rociada  por  gotas  de  agua.  Todo  en  un  cuerpo  perfectamente proporcionado que pondría en vergüenza incluso a la diosa más bella. Mi propia diosa bruja.
¡Maldita sea! ¿Desde cuándo empecé a pensar en ella como mía? La bruja parpadeó ante él a través de esos ojos celestes que podrían ser de un gato, como si estuviera bajo el mismo hechizo que lo tenía inmovilizado. Sólo habían pasado segundos desde que abrió la puerta, pero a él le parecieron una eternidad. Sólo entonces admitió lo que ya había sospechado. Estaba hechizado. Y no le importaba. 

el vikingo hechizadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora