La presentación no pudo ir peor. Yo no hablaba ruso, y sus padres no tenían ni una pisca de idea de lo que era conversar en japonés. Reconozco que me estaba orinando de los nervios cuando empecé a saludar a cada uno de ellos, utilizando a Mikaela como traductor. Había enmudecido, tartamudeé y entreveré mis palabras como una ensalada de verduras.
Después de una breve, fallida y vergonzosa introducción, los señores ingresaron de vuelta a la vivienda. Su hermano menor, Mitsuba, quien hablaba un poco de japonés, se quedó apoyado sobre la baranda de madera de la entrada y prosiguió deslizando su índice por la pantalla de su celular.
—Mi madre dice que la comida todavía se está preparando en el horno y nos invita a la sala —informó Mikaela, tomando mi mano y entrelazando sus dedos con los míos—. Espérame ahí que la ayudaré a poner la mesa.
—Está bien, querido.
Mikaela sonrió ampliamente ante la forma afectiva en que lo llamé. No lo hacía usualmente, pero me gustaba hacerlo en situaciones tan estresantes como estas. Me dio un besito y marchó dentro. Pretendí seguirlo hasta que alguien me jaloneó.
—¿Qué pretendes con mi hermano? —inquirió Mitsuba con hostilidad—. ¿Estás detrás de su dinero, no es así? Te recomiendo volver a tu país. No me gusta que gente como tú se aproveche de un ángel como él. Todavía tienes el descaro de tirarle el anillo en la cara que me pidió que consiguiese para ti. ¿Cómo pudiste humillarlo como un perro?
—Y-yo... —balbuceé—. Estás equivocado. Yo pensé que ustedes... —Pasé la mano por mi cabellera—. Mitsuba, en verdad no soy esa clase de muchacho. Quiero mucho a Mikaela. Y si le lancé el aro en la cara, era porque pensé que estaba saliendo contigo.
Mitsuba torció una mueca, achicando sus ojos ante mi verdad. Se cruzó de brazos.
—¿Saliste con él y nunca te habló de nosotros? Tal vez no va tan enserio como imaginé —murmuró.
—¡No! —chillé—. Me dijo sus nombres y vi una fotografía de ustedes cuando eran unos críos. No te hubiese podido reconocer ahora cuando te vi a los cinco años —excusé apenado—. Mitsuba, créeme, por favor. Deseo casarme con Mikaela de todo corazón.
—Si tú lo dices —resopló indiferente—. Suena mediadamente creíble, pero las acciones hablan más. Te estaré observando, Yuichiro.
Abrí la boca para responder; sin embargo, sentí que mis intestinos se estaban revolcando en mi interior. Una burbujeante sensación se prendió, punzándome. Tenía la extrema necesidad de tirarme un gas. Luego, un escalofrío recorrió toda mi espina. Empecé a sudar, mi orto palpitaba.
—¿Qué tienes? Te ves pálido —gruñó Mitsuba, observándome ponerme de cuclillas.
—¿M-me podrías prestar tu baño?
—De frente, antes de llegar a las escaleras, a la derecha —bufó.
Me incorporé como pude y salí corriendo a toda velocidad. En el camino, se me escapó un pedo, aunque me quedé petrificado al sentirlo húmedo. Mi propio pedo me había traicionado y quise llorar al entender qué estaba sucediendo. No sabía si Mitsuba me escuchó o si todo el vecindario sabía que me había venido la marea marrón. Solo deseaba expulsar todo antes de que sea muy tarde. Entré al baño y cerré la puerta con seguro.
El cuarto era pequeño, construido a lo largo. El lavatorio había sido colocado entre una superficie plana de madera, adherido a un pequeño espejo junto a una ventana con las persianas cerradas. Sobre ella, había varias toallitas decorativas, jabones líquidos, un palito encendido de incienso lavanda y un peluchito de oso.
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Mikaela Hyakuya y el chico del 804
Fiksi PenggemarYuichiro, un joven empleado de un lujoso hotel de cinco estrellas, tiene un secreto: los dioses lo han maldecido; o eso murmuran las mucamas. Pese a hospedarse en el mismo recinto con refinadas meriendas, Yuichiro tendrá que batallar con los huéspe...