la casa de la plaza

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La señora de García se tomó su tiempo. Estar allí delante de ella esperando que confesase, era como tener una soga pegándome tirones del esófago. Por fin arrancó.

―De jovencita yo tenía muchos sueños, quería viajar y casarme bien casada. Por aquí aseguraban que las que se iban a servir a Murcia tenían muchas posibilidades, así que junté los ahorros de toda mi vida y me subí en un tren. No me fue mal. ―Los ojos vidriosos se perdieron en el vacío―. Conocí a muchas personas…

―Y te tiraste a mi padre ―precipité con impaciencia. Un poco abrupta, lo reconozco. Mi frase hirió a la vieja más que toda mi actitud distante y mis reproches.

―¡Niña! ¡Quién te habrá enseñado a hablar así! En esta casa no ha sido, desde luego. ¡A lavarse la boca con jabón! ―ordenó recuperando parte de la autoridad perdida. Yo, para no perder tiempo, no me di por aludida.

―El sueco existió, ¿no es cierto?

―Nos enamoramos. Y fuimos novios formales. ―Conforme a su concepto de la moral, ya estaba disculpada. No había sido ni un calentón, ni un amancebamiento, sino un noviazgo en toda regla―. Pero él tuvo que volver para su tierra y yo no fui capaz de decirle que estaba en estado, no se fuese a pensar que quería retenerlo.

―Anda que ya te vale, madre…

―En mis tiempos las cosas eran así. Los jóvenes creéis que todo el monte es orégano, pero no. ―Apretó los labios―. Me volví al pueblo de donde nunca debí haber salido y tu padre fue tan buena persona que nos acogió a las dos. ―Una sombra negra se le posó en la frente―. El mío fue el que no perdonó jamás.

De golpe y porrazo comprendía muchas cosas.

―Por eso te hablaba de aquella manera… ―Hecha la luz, rememoré al abuelo siempre avinagrado, dirigiéndose a su hija con un desprecio sin disimulos.

―Bueno, bastante hizo con darnos casa. Otro me hubiera tirado a la calle como un perro ―se lamentó mi madre con dolor.

―Por favor, pero qué barbaridad dices… ―Ambas bebimos café en silencio. Ella embargada por sus memorias, yo recomponiendo mi historia rota. Nos intercambiamos un par de miradas cómplices.

―Lo siento ―rompió el hielo mi madre, con vocecilla débil.

―No, lo siento yo. El sueco se ha muerto y me ha dejado una herencia. Tengo que viajar a Estocolmo.

―¿En avión?

―Pues claro, mamá, no querrás que vaya en bicicleta ―repliqué exasperada. Pasaba el tiempo pero nada cambiaba. Mi madre no cambiaba.

―¡Ay qué lejos, con el miedo que me dan esos aparatos! ―se aferró a la lata de su taza y sorbió el final.

―Pues haberte buscado el novio en Albacete. Tú siempre con lo mismo. Si no vas a ser quien viaje… Madre, que el que de miedo se viste, de cagajones le hacen la mortaja. ―Mantuve abierta la pausa y enseguida me puse en pie y besé suavemente la sien de mi vieja―. No le digas a nadie que he venido.

Mi anciana madre me vio desaparecer con mi cabello rubio y mis andares de modelo. Recortada mi silueta contra el sol de la mañana. Tan elegante, tan diferente a mis hermanas, según ella siempre me había dicho. Ya no pude verla, pero apoyó el mentón sobre la mano y suspiró. Algún día tenía que ser. Algún día había que quitarse aquel peso tremendo de encima. Y por fin había descansado.

Se llegó hasta el estante alto de la alacena y tomó una botella antigua de gaseosa, rellena con otra cosa. Vertió más café en su taza y se preparó un carajillo.

¿Mamá-alcohol, alcohol-mamá? Yo no me lo hubiera imaginado jamás de los jamases.

De vuelta al aeropuerto, parecía una zombi a punto de despatarrarme por el reluciente suelo. ¿Embotada? Pues sí, para qué negarlo. Yo tenía una idea bastante bien formada de quién era mi señora madre. Creo que como casi todas las hijas, que creemos que conocemos a nuestros progenitores pero lo único de que disponemos es de un surtido ramillete de pajas mentales, porque no los imaginamos ni en faena el uno con el otro. Mira por dónde, la recatadita de mi madre había tenido una aventura tórrida con un sueco buenorro, algo difícil de imaginar mirándola. Ahora debía de estar de rodillas rezando el rosario ahogada en puro arrepentimiento.

¡Ja! Estaba dale que te pego con los carajillos.

Claro que mi madre de joven había sido muy mona, monísima, lo cantaban las fotos esas en blanco y negro que ella se empeñaba en retirar de la circulación, pero de ahí a imaginármela despendolada en Murcia… Iba un cacho. Mi madre era lo que se supone que debía ser, alguien que freía huevos y patatas como una descosida para alimentar cinco fieras corrupias, un marido cabizbajo y un padre siempre cabreado. Lo normal, vamos, nada de jovencita díscola, rebelde y alocada seductora de hombres exóticos. En un puñado de minutos se me habían desbaratado los esquemas de toda una vida.

Lo calladito que se lo tenían los suecos, oye, que luego resultaba que las guarrillas eran ellas, las que venían a beneficiarse a los españolitos de a pie, las precursoras del bikini… Siempre ellas las culpables del desmadre y del destape, conforme las pelis de Esteso y Pajares. Pero, ¿qué pasaba con ellos? ¿Acaso los vikingos se la cogían con papel de fumar? Nada de eso, venían, conquistaban y mojaban como todo hijo de cristiano. Luego a disimular, a poner cara de buenos y si te he visto, no me acuerdo.

DEL SUELO AL CIELODonde viven las historias. Descúbrelo ahora